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Unas esperan a que llegue el 10 de abril para disponer de su corazón, porque se han jurado a mismas a ser juiciosas hasta los diez y siete años. Otras encuentran un protector de su gusto y no se atreven a confesárselo: temen la venganza de un consejero refrendario que ha jurado matarla, y suicidarse en seguida, si ama a otro que no sea él.

Hay cientos y miles de mujeres que en la situación de la Condesa d'Arda, entre sus escrúpulos y las tentaciones de la pasión, no llegan al extremo de suicidarse. Esperan, y con el tiempo se acomodan a una vida que por un momento creyeron insufrible: transigen con sus escrúpulos; hallan en el ejemplo de los demás una excusa y confianza en la redención futura.

De allí Tenorini se dignaría ir a Londres, cuyos filarmónicos tenían un terrible spleen de pura envidia, y de donde la season corría riesgo de suicidarse si la gran notabilidad no se compadecía de los males que su ausencia originaba. ¡Cosa extraña, y que dejó sorprendidos a todos los Polos y a todas las Eloísas! Este sublime artista no llegaba en las alas del genio.

¡Tan hermosa y tan rica!... Pues se asegura que no tenía nada... que era una pobre muchacha que, en un momento de desesperación amorosa, intentó suicidarse, arrojándose al agua, y que fue recogida por el anciano Duque... Eso es una verdadera novela.

Dió una vuelta a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca! Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fué a su casa y cargó el revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un dibujante alemán que antes de suicidarse Nébel era adolescente iría a verlo.

Esta palabra, pronunciada a media voz, produjo en le Tas como una conmoción eléctrica. Se levantó como una fiera y mirando fijamente al doctor, le dijo: ¡Suicidio! Demasiado sabe usted que no era capaz de suicidarse. ¡Pobre ángel! ¡Tan hermosa y tan feliz que era! ¡Hubiera vivido cien años si no la hubiesen asesinado! Además, ¿es que ese viejo no estaba ahí?

Y los que sospechasen, y no dudaba él que algunos sospecharían, que había querido suicidarse, tomarían a risa lo del suicidio y atribuirían a miedo el que no se hubiese realizado. Imaginaba él que, vuelto al lugar, no podría sufrir su nueva situación, porque se le figuraría que se mofaban de él cuando le mirasen a la cara.

Todos contaban que en una de las salas del tribunal acababa de suicidarse un acusado; se oía ruido de cadenas y de fusiles. Un dulce calor reinaba en todo el edificio, y se estaba allí divinamente. En una de las salas, la animación era grandísima: un proceso pintoresco atraía mucha gente. Los jueces, los jurados, los abogados estaban ya en sus puestos.

Ortiz de Pinedo, viene a caer fatalmente en este horrible dilema: o suicidarse, o ser la manceba del torero Severiano, alias el Zuncho.

En primer lugar, esto me vale cien mil francos y no cincuenta mil. Después, nadie tratará de acusarme o de perseguirme, porque usted ha hecho su testamento para suicidarse esta noche. La encontrarán en su cama, atravesada con su puñal y verán que usted ha tenido palabra.