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«¿Pero esto es embriaguez... o qué?...» preguntó la atribulada hija. Y al oírlo D. José se reanimó de súbito, como la llama moribunda que se revuelca en las tinieblas; echó su espíritu un resplandor de vida, y moviendo la lengua, no menos pesada que la de una campana, dijo pausadamente estas palabras: «La hurí ha bajado a los infiernos, y yo voy... en busca suya».

Aquel libro buceaba en la conciencia humana ávido de espectáculos repugnantes, y al hallarlos se deleitaba en su análisis, como larva de corrupción que se revuelca entre la podre: mal disfrazado, con frases piadosas y tecnicismos médicos, cuanto en él había era perversión de lujuria.

¿Quién habrá en esa habitación? me pregunto . ¿Será un enfermo que se revuelca sobre su lecho de dolor? ¿Será acaso un avaro contando su tesoro? ¿Será un veraneante en lucha con las famosas pulgas donostiarras? ¿Será, tal vez, un poeta que sacrifica su sueño para escribir, al dorso de una cuenta sin pagar, versos y más versos en honor de una amada que no existe? ¿Será una hermosa admirándose a misma ante el espejo, o será, quizá, una ex hermosa empastándose las arrugas y arrancándose las canas? ¿Serán unos recién casados? ¿Será un sabio? ¿Será un espía alemán...?

Este ruido de invisibles montañas que ruedan por los espacios, chocándose y redondeándose como los guijos que arrastra un río; estas lenguazas de fuego que lamen el cielo y llegan a tocar el mar con sus afiladas puntas; este cielo que se revuelca desesperado; este mar que anhela ser cielo, abandonando su lecho eterno para volar; este hálito que nos arrastra, esta confusión armoniosa, esta música, amigo, y ritmo sublime que lo llena todo, encontrando eco en nuestra alma, me extasían, me cautivan, y con fuerza irresistible me arrastran a confundirme con lo que veo... Esta alteración se repite en mi alma; esta rabia y desesperado anhelo de salir de su centro, propiedad es también de mi alma; este rumor, donde caben todos los rumores de cielo y tierra, ha tiempo que también ensordece mi alma; este delirio es mi delirio, y este afán con que vuelan nubes y olas hacia un punto a que no llegan nunca, es mi propio afán.

Detrás está la tienda del kabila, que lleva a los viajes: el pollino se revuelca en el polvo: el hermano echa en un rincón la silla de cuero bordado de oro puro: el viejito a la puerta está montando en el camello a su nieto, que le hala la barba. Y afuera, al aire libre, es como una locura. Parecen joyas que andan, aquellas gentes de traje de colores.

Me avergüenzo de no poder seguir vuestras huellas, pero mi orgullo es tan endiablado, que me impedirá siempre parangonarme con la oruga que se arrastra a mis pies o al cerdo que se revuelca en mi corral. Estaba siempre en guerra con el consejo municipal de su distrito; no le gustaban los aldeanos, y pretendía que no hay nada más pillo y canalla que un campesino.