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Si quieres, hermano Mohamad, ver entrar a la muchacha por estos salones, danzando y triscando como una hurí celeste, con sus frescas mejillas hechas rosas, y dos soles por ojos, cantando como un ruiseñor y parlando como una mujer hecha y derecha, deja que me la lleve por tres días... Eso no respondió el Sultán.

Amaury la estaba contemplando y no acertaba a reconocerla. Era una hurí, una musa, un hada, que aparecía de pronto ante sus ojos. Consistía esto en que antaño, cuando Antoñita estaba cerca de Magdalena, la miraba raras veces y sin ninguna atención. Por su parte, Antoñita le encontraba muy cambiado, quizá mejorado.

¡Ah la hurí! temblando dice; y volviéndose á su gente ¡llevadla! añade vehemente con fiero acento brutal; y aquella voz pavorosa que á los árabes sorprende, su honrada cólera enciende y es del combate señal.

Dióme cuatro capirotazos, llamándome bruto y asturiano; se almorzó el chocolate, quebró el vaso, tronchó dos sillas y se despidió, prometiéndome siempre volver después para diablear un poco. ¡Oh, Híala; oh, hurí mía!...

Su muerte remedó el dulce acceso de embriaguez que le transportaba, mediante una breve toma, desde las miserias de la realidad a las delicias de una vida apócrifa, compuesta con extraños fingimientos de juventud, pasión y energía. ¿Entraba al fin en un mareo eterno? ¿Iba ya derechamente a ser el noble, enamorado y valiente caballero, defensor y amparo de la hurí en las edades sin término y en los espacios sin medida?

«¿Pero esto es embriaguez... o qué?...» preguntó la atribulada hija. Y al oírlo D. José se reanimó de súbito, como la llama moribunda que se revuelca en las tinieblas; echó su espíritu un resplandor de vida, y moviendo la lengua, no menos pesada que la de una campana, dijo pausadamente estas palabras: «La hurí ha bajado a los infiernos, y yo voy... en busca suya».

Es una señorita, mi querido doctor, llena de atractivos, y usted me permitirá que le reitere mis más entusiastas felicitaciones y plácemes sinceros contestole el doctor de las Vueltas, empleando el tono más melifluo de su voz. Es una nereida, una verdadera hurí, tiene la hermosura de Dido y el paso de una diosa... exclamó el otro doctor entusiasmado.

Allí estaba el narghilé, regalo de Sidi-Mohammed-Vargas, el embajador de Marruecos, y sobre primorosas mesitas de Fez, que no levantaban dos palmos del suelo, otras varias pipas en que Jacobo enseñaba a Currita a saborear el sueño voluptuoso del hatchis, y había inspirado a Diógenes, para designar a la hurí de aquel paraíso el gráfico nombre de la mona Jenny.

Se trata de un noviazgo últimamente concertado entre una de las más distinguidas señoritas de esta localidad y un conocido caballero bonaerense. He ahí sus respectivas siluetas: Ella. Tiene la belleza de una hurí del séptimo cielo de Mahoma y la gracia de una andaluza.

Isidora le observó con tanta lástima como sorpresa, diciendo: «¡Padrino...!». Relimpio la miró como se mira una visión celeste, y poniendo los ojos en blanco, todo suspenso y como transportado a una esfera ideal por el delirio de la inspiración poética, murmuró con arrullo estas palabras: «¡Hurí, hurí..., nadie osará ya mancillar tu blancura!