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Hay que dar a la juventud lo que le pertenece, aunque rabien los rancios como mi hermano o el bueno de don Eugenio. Y a propósito: ¿qué es de don Eugenio?

Estaban también aquellas que no podían faltar dondequiera que hubiese holgorio, verbigracia: Pepa Frías, Lola Madariaga, etc. Había hombres de negocios, personajes políticos, títulos rancios y nuevos. Al montar en el tren podía observarse la solicitud servil de los empleados de la estación, la extrema turbación que en aquel recinto producían los poderosos de la tierra.

La libertad de cultos existe de hecho y de derecho; tanto es así, que se ha legislado y está, vigente en los Reales autos de las Islas las complicadas fórmulas de los juramentos chínicos; de modo que no solo el chino practica su ritual, sino que hace partícipe de él á católicos rancios, pues no otra cosa sucede ante el sacerdocio de la ley, tan luego acude en juicio un chino y pide la solemnidad del juramento.

Practicaba su apostolado por fórmulas rutinarias o rancios aforismos de libros escritos por santos a la manera de él, y había hecho inmensos daños a la humanidad arrastrando a doncellas incautas a la soledad de un convento, tramando casamientos entre personas que no se querían, y desgobernando, en fin, la máquina admirable de las pasiones.

Apartemos la vista de lo que es puramente imitativo, exótico, aunque el contraste no carece de interes. Allí un grupo de rancios castellanos discurre bajo de un portal sobre las maravillas de una civilizacion que les sorprende. Los ferrocarriles en España! es cosa de perder la cabeza para un segoviano de puño cerrado, ó uno de esos aragoneses ó burgueños de la vieja estirpe.

Y don Juan, animado por sus rancios entusiasmos, entornaba los ojos, como para ver mejor el hermoso cuadro del pasado.

Y entre, los rancios no sólo figuraba su tío, sino don Eugenio, el fundador de Las Tres Rosas, que también manifestaba al joven gran descontento. Siempre que Juanito se encontraba en la tienda con el viejo comerciante, éste le lanzaba miradas tan pronto de compasión como de desdén. Algunas veces hasta llegaba a murmurar con tono de reproche: ¡Ay, Juanito, Juanito...! Te veo perdido.

Eche usted más jierro repite varias veces el galán, y el confitero va echando casi todas las pesas. Pero siempre la muchacha, llena de exquisita delicadeza, y con los más modestos remilgos, alega la dificultad que hay en trasladar a casa tanta balumba y pesadumbre de confites, y asegura que no se los podrá comer en una o dos semanas, y que se pondrán agrios, secos o rancios.

En las épocas de feria animábase con la presencia de rancios hidalgos venidos del virreinato del Perú o del reino de Chile para comprar ganado de tiro; hacendados de la tierra baja llegados de las orillas del Plata para vender sus recuas de mulas, y de algún que otro asentista de negros de Buenos Aires que arreaba una partida de esclavos africanos con destino a las minas del Potosí.

Había estallado una guerra con el mismo enemigo, y á todos les parecía lógico la repetición de iguales accidentes. Los almacenes de comestibles se veían asediados por las mujeres, que hacían acopio de alimentos rancios á precios exorbitantes, para guardarlos en sus casas. El hambre futura producía mayor espanto que los peligros inmediatos.