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Pero siendo terrateniente figuraba en el «partido agrario», el grupo aristocrático y conservador por excelencia, y así vivía en dos mundos opuestos é igualmente distinguidos: el de los grandes industriales, amigos del emperador, y el de los junkers, hidalgos del campo, guardianes de la tradición y abastecedores de oficiales del rey de Prusia.

Mira, mira lo que pasa en todo el mundo; cada castellano es un rey, y buscan otros mundos antes desconocidos para mandar y esclavizar. ¡Ay, si hubieras visto los tuyos reinando en la Alhambra, con cuánto desdén no mirarías ese amante, esos hidalgos!... ¡Ay, si los vieras a los castellanos matando los tuyos, ultrajando los tuyos, y llenos de sangre insultar nuestros palacios y nuestras mujeres!!! Pero no me huyas, María.

Las voces frenéticas de los monjes, en los coros obscuros, ahogaban en la memoria hasta el último eco del canto de los almuédanos. La cera y el aceite ardían de continuo. Los antiguos alminares lloraban con campanas católicas su remordimiento. Un ensueño de otra vida, un ansia de salvación eterna brillaba en la pupila febriciente de los hidalgos, vestidos casi todos de negro.

No hay allá ciudad con tres siglos de existencia que no tenga un santo de indiscutibles milagros... Los imagineros de Valencia y de Sevilla enviaban remesas de vírgenes y cristos a los conventos de las Indias y a los hidalgos retirados de aventuras en sus buenas encomiendas.

Era un pueblo nuevo, aristócrata, enérgico, poderoso, espléndido. «Nunca fue mayor dicen las Relaciones topográficas, inéditas, ordenadas por Felipe II ; nunca fue mayor; siempre ha ido en aumento y va creciendoEn sus casas flamantes, de espaciosos salones, de claros y elegantes patios acolumnados, habitaban cuarenta hidalgos.

La mujer de Paris trabaja tanto como el hombre, tiene mejor sentido que él, vive más honrada que él, no por la galantería jactanciosa de los tiempos hidalgos, sino por los oficios que presta, y esto explica en gran modo las creaciones casi fabulosas de esta rica ciudad.

Hay que hacerle justicia, sin embargo: nunca había atacado las plazas de sus pares, esto es, de los hidalgos de Laviana. Solamente á las del paisanaje llevaba la ruina y devastación. Por eso quizá disfrutaba aún de la luz del sol, tan cara á los mortales. Todos estos señores y los demás que se sentaban á la mesa del capitán compartían las ideas del joven Antero.

Su graduación de capitán dejaba pensativos a muchos extranjeros conocedores exactos de todo lo que ocurre en el mundo. «¡Ah, España!... País decaído, que no paga a sus nobles soldados y obliga a los «hidalgos» a exhibir las hijas en las tablas...»

Entre tanto, en buenas manos andaba todo ello, para tranquilidad suya y prestigio de sus hidalgos progenitores.

Debe estar lleno de oro para pesar tanto contestó el otro lacayo. Indudablemente dijo un soldado , mucho debía valer cuando querían aliviaros del peso. Y á no ser por los tres hidalgos que salieron de la hostería dijo el otro soldado , no lo que hubiera sucedido; yo creo que eran más de veinte los que nos acometían.