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Tropezábase por entonces en Sevilla a cada paso con una opulenta hostería, lugar de morada, de pasatiempo y placeres de la gente alegre, noble y rica, pero olíales el resuello a las más a una legua a carestía, y no era la menguada bolsa de Miguel la que podía atreverse con ninguna de ellas, ni aun con la más humilde; no había que pasar de bodegón, y aun así, cuidando no fuera de aquellos que se daban tufos de hostería, y acordándose del de la tía Zarandaja, que en una revuelta de la calle de las Sierpes estaba, y al que podía llegarse sin pasar por delante de la casa de la bella indiana, a él se fue, y en ella dio al fin a punto que el sol asomaba por el Oriente, y la tía Zarandaja, que ya para el despacho había, abierto, a la puerta se encontraba departiendo con algunas vecinas de los sucesos de la noche, que a la vecindad habían alborotado, y que habían tenido por remate el que la Inquisición prendiese al señor Viváis-mil-años, cosa que ponía espanto en aquellas buenas comadres, la que más y la que menos parienta próxima, y hermana en el diablo, por brujas, del preso; y por aquello de que cuando las barbas de tu vecino veas pelar echa las tuyas en remojo, todas aquellas valientes hembras andaban desasosegadas y en corrillos por las puertas, que no era sola la del bodegón de la tía Zarandaja la en que se las veía.

¡Ta! ¡ta! ¡ta! dijo el bufón, mientras Juan Montiño, el alférez Saltillo, Velludo, el cocinero mayor, los hombres que conducían el bulto y los dos soldados de la guardia española, entraban en la hostería de donde habían salido los tres jóvenes ; mucho será que el misterio de ese nacimiento no se aclare esta noche para el señor don Juan Girón y Velasco. ¡Pobre Dorotea! todo la viene mal: el don Juan, al saber quién es, puede suceder que la desprecie. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡hay criaturas que nacen maldecidas!

Y llamó á grandes golpes sobre la mesa. Cuando acudió el mozo arrojó un ducado, y salió dejando solo á Montiño. Apenas había salido de la hostería Quevedo, cuando vió venir por la parte de palacio una tapada ancha y magnífica, que se levantaba el manto para no coger lodos, y dejaba ver una magnífica pierna y un pequeño pie, calzado con un chapín dorado.

Debe estar lleno de oro para pesar tanto contestó el otro lacayo. Indudablemente dijo un soldado , mucho debía valer cuando querían aliviaros del peso. Y á no ser por los tres hidalgos que salieron de la hostería dijo el otro soldado , no lo que hubiera sucedido; yo creo que eran más de veinte los que nos acometían.

En aquel momento se oyó el trote de un caballo que se detuvo á la puerta de la hostería, palideció el prudente Pelisier y se agazapó bajo la mesa, á tiempo que se oía la voz de Gualtero llamando á Roger. Dejó éste la venta con su compañero y pronto alcanzaron á los dos arqueros. Bonita manera de tratar al señor Bombardón de Pelisier, dijo Roger á Tristán con fingida severidad.

Ved que esas tres cosas engañan. Estoy seguro de que es una divinidad. Se me os perdéis, Juan, se me os perdéis, y lo siento. Idos de la corte, amigo mío, porque si apenas habéis entrado habéis caído, á poco más sois hombre enterrado. Creedme, Juan, veníos conmigo á una hostería y dejáos de tapadas, que no contentas con haberos matado os piden hombres muertos.

Y el bufón guardó silencio, adelantó á lo largo de la obscura y desierta calle, se detuvo delante de la hostería, se acurrucó en el vano de una puerta y frente á ella esperó.

¿Pero qué otra ni qué diablo es ese? ¡Ea, venid conmigo, que recuerdo que aquí, en la calle del Arenal, hay una hostería! Montiño se dejó conducir. Hostería del Ciervo Azul, leyó Quevedo en una muestra sobre una puerta. Pues señor, aquí es; yo no he almorzado más que un tantico de pichón, y no me vendrá mal una empanada de perdiz. Y empujó adentro á Montiño.

El hombre á quien se lo preguntáron era justamente un patron español que les ofreció ajustarse en conciencia con ellos, y les dió cita en una hostería, adonde Candido y Cacambo le fuéron á esperar con sus carneros. Candido que llevaba siempre el corazon en las manos contó todas sus aventuras al Español, y le confesó que queria robar á la baronesita Cunegunda.

Montiño desechó este pensamiento como había desechado el anterior. Pero se puso en busca de otro medio de vengarse. Quevedo se presentó á su imaginación; Quevedo, capaz de plantar una estocada al mismo diablo; Quevedo, enemigo de Lerma, y de Calderón no muy amigo, según las palabras que el mismo Montiño recordaba haberle oído en la hostería del Ciervo Azul, del sargento mayor, don Juan de Guzmán.