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De pronto se levantó con un movimiento convulsivo: sus ojos adquirieron una potente fuerza de irradiación, sus facciones se acentuaron y ¡hay que acabar! murmuró su lengua, al par que como una corza herida desapareció por las graníticas quebradas que conducen á la vecina cascada del Botocan. Aquella noche, Hasay no pareció por su casa.

¡Hasay, estaba en el número de las niñas que no tienen madre! ¡Era la flor de la estufa! En la misteriosa cadena de todo lo creado se destacan dos eslabones; la sensitiva y la madre: en la primera concluye el vegetal; en el amor de la segunda, se establece el lazo de unión entre lo inmortal y lo mortal, entre lo infinito y lo finito.

Aunque distintos tipos, las dos eran hermosas. Lola era blanca cual los misteriosos genios de las puras nieves: Hasay morena cual la mas perfecta concepción del sueño de un árabe. La primera poseía en sus azules ojos toda la ternura de la resignación; la segunda despedía de su negra y ardiente pupila el rugir de la pasión.

El árbol del Banajao pierde su lozanía, la hoja aminora su brillo y el cielo se cubre de fantásticos nubarrones que velozmente recorren su bóveda á impulsos de los fuertes Noroestes. En una de esas tardes melancólicas en que todo lo que nos rodea se impregna de sentimiento y amor, se encontraba Hasay, cabe la murmurante corriente que se desliza bajo el puente.

¿Quién fué Hasay? ¿Cuál fué su vida? ¿Cuál su historia? Poco más ó menos, procuraré recordar lo que en lenguaje natural y verídico me contó mi buena y bellísima amiga. Hasay, era allá por los años de 1845, una hermosa dalaga que contaba unos quince, desde que su madre, india en toda su pureza, lanzó el último aliento al arrancar de sus entrañas un pedazo de su alma en su hija Hasay.

La primera lágrima de Hasay, cayó sobre los inmóviles restos de su madre. Hasay jamás supo quién fué su padre. ¡Infeliz expósita!... La niñez de la huérfana fué todo lo laboriosa que era consiguiente á una pobre que no la habían legado más que un padrón de deshonra su padre, y una ardiente lágrima, que en un beso supremo antes de espirar, depósito en su frente su desgraciada madre.

En Filipinas, donde no se conoce esa monstruosidad del corazón, tampoco se conoce el que un ser quede abandonado en el mundo. Hasay fué recogida por unas vecinas de su madre, y aunque con trabajos, llegó á los seis años, en que una casualidad hizo la conociese Doña Luisa, excelente y buenísima mujer, que en los veinticinco años que llevaba de país, no había olvidado la hidalguía castellana.

Doña Luisa, desde que su marido descendió á la tumba, concentró toda su vida, todo su cariño, todos sus cuidados en la hija de sus amores. Hasay pasó á casa de Doña Luisa, teniendo Lola su misma edad. Los infantiles juegos y las caricias de Doña Luisa desarrollaron la existencia de sus dos hijas, como ella las llamaba.

Las rizadas hebras que adornaban á Lola se esparcían sobre su sonrosado seno, cuya blancura se confundía con las purísimas mallas del encaje que resguardaba los encantos de la virgen: la suelta cabellera de Hasay, negra cual el palacio de la noche, destacaba las cobrizas y mórbidas formas en que descansaba.

La terrible palabra que descorría en parte el misterio de la vida de la niña, quedó grabada en su memoria, y poco á poco fué comprendiendo todo el valor de aquella frase. La alegría de Hasay fué desapareciendo, sustituyéndola una profunda tristeza. A los trece años, la niña era mujer. La mujer, dejó de jugar y pensó.