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Voy a ordenar que se enciendan todos los fuegos, que arda el alquitrán en los barriles; vamos a esperar toda la noche al novio retrasado, sin pegar los ojos en nuestro éxtasis amoroso y nuestra sumisión canina. ELSA. Perdóname, padre. EL CONDE. , seremos dóciles como perros; de otra suerte, el emperador podrá enfadarse con nosotros.

Quilito se descubrió la cabeza; tenía fiebre. La marea le mojaba ya los pies, y se retiró al otro extremo del tronco: miraba el agua avanzar y decía: Cuando llegue hasta aquí y los faroles del muelle se enciendan, entonces, entonces... Es inútil, será cierto y muy razonable todo eso, pero yo no quiero la vida, lo repetiré cien veces; ni ante mi padre, ni ante Susana me atrevería a presentarme ahora, aunque estuviera seguro del perdón del uno y del amor de la otra.

El castillo está dispuesto para el recibimiento del noble prometido. Voy a mandar que enciendan nuevos fuegos; los barriles de alquitrán están ya apagándose. ELSA. ¡Padre! EL CONDE. ¿Queréis, quizá, que os envíe a vuestras damas de compañía? No tenéis más que mandarlo. Pero no; el amor prefiere la soledad. Perdonad a un viejo que ha olvidado ya lo que es el amor. ¡A vuestras órdenes!

Excelso padre Apolo: por las musas gloriosas, por los sátiros viejos del bosque secular, por las suaves ondinas que duermen en los lagos, por la luna, tu hermana, de soñolienta faz; suelta las rojas bridas de los salvajes potros que, en furioso galope, sus crines tenderán, y que enciendan sus cascos, al chocar con los soles, reverberantes rayos de paz y libertad.