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ELSA. ¡Trompetas queridas! ¡Qué alegres suenan! ¡Cantad más alto, más alegremente, queridas trompetas! Acompañad a mi prometido, a mi espectro de los labios ardientes. Se ha retrasado un poco; pero hay que perdonárselo: se ha retrasado besándome. ¡Ah, Elsa, liviana doncella! No tienes pudor. ¿A quién acabas de besar en la obscuridad?

RAQUEL. Con un pintor llamado Gedeón Lourmail; un señor que expone en los Independientes mujeres azules y hombres verdes... TERESA. Por nada del mundo querría casarme con un artista. Busco un médico. ELSA. ¡Ay! ¡Qué mal haces...! ¡Los médicos son muy pillastres...! TERESA. Tomaré mis precauciones; tengo una amiga que se casó con un gran ginecólogo.

ELSA. No estarán lejos. ENRIQUE. No; pronto oirás los sonidos de sus trompetas, y entonces mi espectro te dejará. ELSA. ¿Por mucho tiempo? ASTOLFO. ¡Es el duque! EL CONDE. ¿Crees? ASTOLFO. ¿Quién puede ser, si no, ese hombre? , es el duque. EL CONDE. Pero esa no es su capa. ASTOLFO. Y, sin embargo, le reconozco: es el duque. EL CONDE. Lo dudo. Es otro, sin duda.

ELSA. ¡Padre, es el elegido de mi corazón! EL CONDE. ¡Y al mismo tiempo, mi enemigo! ELSA. No le conoces. Cegado por el odio al emperador, empezaste a odiar al duque sin haberle visto siquiera. EL CONDE. , odio a todos esos aduladores serviles que andan a cuatro patas por las gradas del trono. Mendigan lo que hay que tomar por la fuerza.

ENRIQUE. , es el duque. ELSA. Dios mío, ¿cómo le confesaré mi traición? He abrazado a otro. ENRIQUE. El duque llega, y yo debo alejarme. Tiene gracia; me inspira algo así como celos el feliz mortal cuya llegada anuncian esas trompetas. ELSA. Llega de una manera solemne, acompañado de barones armados. ENRIQUE. Y de guerreros.

Se burla del odio de mis barones hambrientos, que rechinan, rabiosos, los dientes, como los lobos en invierno. No tiene nada que temer, puesto que su cabeza está protegida por las alas y el pico rapaz del propio emperador. ELSA. Pero ¿por qué no viene? Hace largo rato que ha anochecido, y le sigo esperando en vano.

Trabaja con encarnizamiento; poco a poco van llegando las demás señoritas con sus cajas de colores. Llega la señorita Elsa Metra, apodada «¡Esperémosle!», muchacha desabrida y bastante clorótica. Luego llega la señorita Inés Perrée, hija única de la Casa Perrée, de pastas al por mayor; es una morenita muy inquieta, más bonita que fea.

He abandonado a mis barones y mis guerreros ¡avanzan tan lentamente, de una manera tan solemne! , y he corrido aquí. ¡Qué dicha, te he encontrado sola! ¿Me esperabas aquí, amor mío? ELSA. No. ¡Pero qué extraña capa llevas! ENRIQUE. Es la de uno de mis servidores; no he querido que me reconociesen aquí. No soy yo, Elsa; soy mi espectro. El verdadero duque viene con sus barones.

La Elisabeta, pálida y mística, del Tanhäuser, había sido retratada en Milán; la Elsa, ideal y romántica de Lohengrín, era de Munich; había una Eva, cándida y burguesa de Los maestros cantores, fotografiada en Viena, y una Brunilda soberbia, arrogante, de mirada hostil y centelleadora, que llevaba al pie el sello de San Petersburgo.

Pero si vuestro prometido os ama, hay que confesar que su amor tiene pasos muy cortos. Qué, condesa, ¿lloráis? Tengo un presentimiento. Le ha ocurrido una desgracia. EL CONDE. ¡Crees! Es chistoso; hasta ahora, yo estaba seguro de que era a nosotros a quien nos había ocurrido una desgracia. ELSA. Esta mañana, cuando vi la luz del sol, ya experimenté un presentimiento doloroso.