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Frases con las que dejaba helados a sus novios, que se contentaban con mirarla desde la esquina, blanqueando los ojos, retorciéndose el bigote, si lo tenían o pellizcándose el punto donde debieran tenerlo, y entregándose a toda suerte de ejercicios gimnásticos con sus respectivos bastones, cosa que creían la más sublime expresión del chic y la más elocuente prueba de su experiencia en asuntos amorosos.

La harina, que salía como humo de los granos molidos, flotaba en el aire de la casa, blanqueando todos los objetos con su fino polvillo; las telarañas colgadas en las vigas del techo estaban rotas por el peso que las cargaba y se balanceaban como blancos cordajes; las huellas de nuestros pasos se marcaban en negro sobre el piso.

Todos los años presenciaba la germinación primaveral de aquella tierra, cubriéndose de flores, impregnando el espacio de perfume, y, sin embargo, aquella noche, al ver sobre los campos el inmenso manto de nieve del azahar blanqueando a la luz de la luna, sintiose dominado por una dulce emoción.

Era corpulento, rostro moreno y facciones bien acentuadas, enérgicas; el cabello y la barba, blanqueando ya por muchos puntos, fuertes, abundantes, encrespados; los ojos negros y hundidos de mirar imponente. En su fisonomía había una expresión de orgullo y fiereza que ni aun la sonrisa amistosa con que acogió al conde de Onís pudo extinguir por completo.

Conocía la casa donde cada prebendado iba a pasar la tarde después del coro, los nombres de las señoras o de las monjas que les rizaban las sobrepellices, y las rivalidades sordas y feroces entre estas admiradoras del cabildo que se esforzaban por vencerse blanqueando y planchando la batista canonical.