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Martínez había perdido una oreja en Cerro Pardo, y mostraba con orgullo su sien mocha en las ceremonias oficiales. Pero con una guedeja de su largo cabello procuraba ocultar la falta del pabellón auditivo, siempre que, abusando de la adormecida fiereza de la generala, se atrevía á visitar á ciertas señoras admiradoras de su heroísmo.

¡No, no! sobre este punto estoy tranquila; de cualquier manera que Martholl esté vestido, ha de ser siempre con el esmero que le vale tantas admiradoras. Quisiera solamente, para tomar mi resolución, ver a Martholl con más frecuencia, para conocerlo mejor. ¿Sabes una cosa? ¡Pues bien, me ha sorprendido que se entusiasmara tanto contigo! Eres muy amable; tu cumplido me conmueve.

Conocía la casa donde cada prebendado iba a pasar la tarde después del coro, los nombres de las señoras o de las monjas que les rizaban las sobrepellices, y las rivalidades sordas y feroces entre estas admiradoras del cabildo que se esforzaban por vencerse blanqueando y planchando la batista canonical.

Pero bien pronto le robó la atención de sus admiradoras la estudiantina, que estaba toda encaramada en una mesa de metro y medio de largo por un metro escaso de ancho. Cómo danzaban allí unas doce chicas, es difícil decirlo; ellas danzaban, acompañándose con panderetas y castañuelas y coreando al mismo tiempo habaneras y polcas.

Lo besa, juguetea con él como una gata, y al mismo tiempo se da el placer de seguir con el rabillo del ojo la impaciencia de sus admiradores, que se mantienen a distancia, ansiosos de juntarse con ella. ¡Criatura ingenua y refinada!... Pero fíjese, Fernando: usted, que me cree poca cosa, y no le falta razón, mire con qué impaciencia me aguardan mis admiradoras.

Salve, oh, , el más grande de los hombres, hijo predilecto de las Musas, foco de intensa luz que alumbrará á los mundos; salve! Loor á tu nombre, hermosa lumbrera, en cuyo derredor girarán en lo futuro mil inteligencias, admiradoras de tu gloria! ¡Salve, grandiosa obra de la mano del Potente, orgullo de las ESPA

A menudo los encontraba paseando por los parajes solitarios del Retiro, a distancia respetable de la mamá, que se detenía oportunamente a contemplar los primeros botones de las flores o algún insecto curioso: las mamás, en esta época de crisis marital, tienen la obligación de ser admiradoras de las obras de la naturaleza. La parejita de tórtolas se detenía al verme y me saludaba ruborizada.

Y entre esta gente y el bando de los «pingüinos», con sus admiradoras anexas, estaba otro grupo, al que daba Isidro el título de «gran coalición de potencias hostiles», compuesto de señoras de nacionalidades diversas, atraídas por una antipatía común. Maltrana las designaba con hermosos sobrenombres, lo mismo que los personajes homéricos.

Por otra parte, habíase podido apreciar de qué fuera capaz el marqués de Pierrepont, vistiendo el uniforme militar, por cuanto en la guerra del 70 dio pruebas del más cumplido valor, volviendo pacíficamente, una vez terminada aquélla, a emprender su vida habitual de parisiense y de dilettante a que lo impulsaban tendencias, gustos, falta de ambición, y un poco también el deseo de complacer a cierta anciana tía, que no se contaba seguramente entre las fervientes admiradoras de la república.