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Más aún que los sablazos, irritaron a la manifestación los palos de ciertos hombres sin uniforme que iban en el entierro escuchando lo que se hablaba en los grupos, y que, al sonar los primeros golpes, habían enarbolado el vergajo, apaleando en derredor suyo. La muchedumbre bramaba contra los canallas de «la secreta».

El recaudador resultaba entonces, á pesar de su pecho hundido y escuálidas piernas, un hombre terrible, un ser cruel que había pasado su juventud hinchando las narices á sus condiscípulos y apaleando á los serenos; el terror de la ciudad de Oviedo, donde había quedado memoria perdurable de sus proezas. Una gastralgia crónica le obligaba, mal de su grado, á mantenerse en la sobriedad y moderación.

Y la espada tiene que volver a su vaina, o cuando más, se emplea en alguna expedición colonial, apaleando negros o amarillos, todo para mayor gloria del dios que somete de este modo nuevos pueblos a su culto... Continuó Maltrana ensalzando la grandeza de estos magos modernos.

Ya agrupados, ya dispersos; unas veces escalonados sobre una línea recta, y otras formando círculo alrededor de la bestia; apaleando las malezas, sacudiendo los arbustos, trepando a los árboles, destrozándose el calzado con las raíces y troncos, y dejándose jirones de ropa entre las ramas de los arbustos, arrollábanlo todo como una tempestad; pero el gato endiablado corría más que el viento.

Venía apaleando los árboles con un bastón que había tomado en un momento de distracción del cuarto de mi tío, y la polvareda blanca que los cubría, saltaba y se esparcía sobre él. Yo le daba la espalda a medias, pero es de pública notoriedad que las mujeres vemos de espaldas; así es, que yo no perdía ni uno solo de sus movimientos.

Lope, que se vió asaetear de tantas lenguas y con tantas voces, dió en callar, creyendo que en su mucho silencio se anegara tanta insolencia; mas ni por esas; pues mientras más callaba, más los muchachos gritaban; y así, probó a mudar su paciencia en cólera, y apeándose del asno, dió a palos tras los muchachos, que fué afinar el polvorín y ponerle fuego, y fué otro cortar las cabezas de la serpiente, pues en lugar de una que quitaba, apaleando a algún muchacho, nacían en el mismo instante, no otras siete, sino setecientas, que con mayor ahinco y menudeo le pedían la cola.