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Estos cordones, que apretaban el calzón por debajo de la rodilla, congestionando la pierna con un vigor artificial, se llamaban los «machos». Gallardo recomendó a su criado que apretase sin miedo, hinchando al mismo tiempo los músculos de sus piernas. Esta operación era una de las más importantes.

Emprendieron su camino presurosos por la calle de Mesón de Paredes, hablando poco. Benina, más sofocada por la ansiedad que por la viveza del paso, echaba lumbre de su rostro, y cada vez que oía campanadas de relojes hacía una mueca de desesperación. El viento frío del Norte les empujaba por la calle abajo, hinchando sus ropas como velas de un barco.

Un grato escalofrío hizo temblar su espalda: estremecimiento de frescura por el viento que levantaba el buque en su marcha y que corría sobre su piel, hinchando la tela del suelto kimono; estremecimiento de miedo al verse suspendida en el vacío y la noche, bastándole un leve movimiento de retroceso para caer en el mar. Ojeda la sostuvo, agarrando sus piernas.

Visitación veía visiones. «¿Qué era aquello?». Miraba pasmada a Mesía, cuando nadie lo notaba, y abría los ojos mucho, hinchando los carrillos, gesto que daba a entender algo como esto: «Me pareces un papanatas, y me pasma que estés hecho un doctrino cuando yo te he puesto a su lado con el mejor propósito...».

Venían de afuera muchos viajeros a ver el país: y luego escribían libros de muchas hojas, en que contaban la hermosura del palacio y el jardín, y lo de los naranjos, y lo de los peces, y lo de las rosas rojinegras; pero todos los libros decían que el ruiseñor era lo más maravilloso: y los poetas escribían versos al ruiseñor que vivía en un árbol del bosque, y cantaba a los pobres pescadores los cantos que les alegraban el corazón: hasta que el emperador vio los libros, y del contento que tenía le dio con el dedo tres vueltas a la punta de la barba, porque era mucho lo que celebraban su palacio y su jardín; pero cuando llegó adonde hablaban del ruiseñor: «¿Qué ruiseñor es éste, dijo, que yo nunca he oído hablar de él? ¡Parece que en los libros se aprende algo! ¡Y esta gente de mi palacio de porcelana, que me dice todos los días que yo no tengo nada que aprender! ¡Venga ahora mismo el mandarín mayor!» Y vino, saludando hasta el suelo, el mandarín mayor, con su túnica de seda azul celeste, de florones de oro. «¡Puh! ¡puhcontestaba el mandarín, hinchando la cabeza, a todos los que le hablaban.

La naturaleza estaba dando los últimos toques a su figura, abultando la línea de su cadera, redondeando sus brazos, hinchando su seno virginal y perfilando la elipse de su rostro, sin acordarse para nada de otorgarle tres dedos más de estatura, que eran los que le hacían falta.

Este se mostró descorazonado y un tanto perplejo, titubeando en las razones médicas con que explicar el retroceso de la enfermedad del pobre Thiers. ¿Era resultado de un poco de exceso en la comida...? ¿Era un efecto de la belladona y desaparecería atenuando la medicación? ¿Era...? En una palabra, convenía volver al reposo, no impacientarse, resguardar absolutamente los ojos de la luz, y ya que no se resignaba a permanecer en la cama, no debía moverse del sillón ni ocuparse de nada ni tener tertulia en el cuarto... La tristeza con que mi buen amigo oyó estas prescripciones no es para dicha. ¿Ves, ves? le dijo su esposa hinchando desmedidamente la nariz . Ahí tienes lo que sacas de hacer gracias, de querer curarte en dos días.

La solterona después del mercado recorría las casas de la nobleza para pregonar aquel exceso de caridad con que ella y su hermana daban ejemplo al mundo. Si ustedes la vieran decía está desconocida; se la ve engordar. Parece un globo que se va hinchando poco a poco. Verdad es que aquella Águeda tiene unas manos.... En fin, ustedes saben por experiencia cómo guisa mi hermanita.

¡Esto te extraña, hijo mío! pues bien, yo se lo había predicho. ¡Usted!... . El bebía demasiado aguardiente, y yo le decía siempre: «Mi viejo camarada, acabarás por una concustion invantánea dijo el maestro Durand con importancia, apoyando cada palabra e hinchando los carrillos.

Lo he estrenado hoy... no lo ensuciaré, porque no bajo al patio añadió la pequeña, hinchando de gozo y vanidad sus naricillas. ¿De quién eres? ¿Cómo te llamas? Adoración. ¡Qué mona eres... y qué simpática! Esta niña dijo una de las vecinas , es hija de una mujer muy mala que la llaman Mauricia la Dura.