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Actualizado: 2 de junio de 2025


Hubiera destrozado a Federico Ruiz, cuya charla insustancial y mareante, como zumbido de abejón, se interponía entre ella y su marido.

La techumbre de la cocina ostentaba como remate una tinaja rota, que servía de chimenea. El almacén exhalaba un hedor de polvo, huesos en putrefacción y ropas corrompidas, junto con ese vaho indefinible de las casas viejas largamente cerradas. Un zumbido de moscas pegajosas vibraba en la obscura profundidad de las chozas.

A doscientos pasos del parapeto los alemanes se detuvieron y comenzaron un fuego graneado tan intenso como no se había oído otro semejante en la sierra; era un verdadero zumbido constante de disparos; las balas, a centenares, segaban las ramas, hacían saltar pedazos de hielo, se aplastaban en las piedras, a izquierda, a derecha, por delante, por detrás.

Sentíase en los oídos un suave zumbido constante, a través del cual los ruidos llegaban amortiguados y confusos. La vista no gozaba siquiera la voluptuosidad de posarse en el agua, porque el río mismo despedía un aliento cálido.

Aquellas sencillas gentes refirieron cosas tan extrañas vistas por ellos mismos, según aseguraban, o sabidas por personas veraces que apenas se podía creer nada de lo que contaban. Fuera proseguía sin interrupción el tumulto, el rodar de los carros, el berrear de los rebaños, el clamor de los fugitivos, lo que producía el efecto de un descomunal zumbido.

El silencio hacía renacer el murmullo de la hojarasca, el zumbido de los insectos, la respiración veraniega del suelo ardiente de sol, todos los ruidos de la Naturaleza, que parecía haberse contraído temerosamente bajo el peso de los hombres en armas. No se daba cuenta exacta Desnoyers del paso del tiempo. Creyó todo lo anterior un mal ensueño.

Sintió un zumbido sordo en sus oídos, y delante de sus ojos una nube turbia que los empañaba. Había visto en el centro del brazalete una placa de oro, y sobre ella, esmaltadas y entrelazadas, las armas reales de España y las imperiales de Austria. Aquella prenda era efectivamente de gran valor; pertenecía, á no dudarlo, á las alhajas de la corona.

Dábale la impresión exacta por lo demás de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical, no hay más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero.

Quise levantarme, y sentí que la fuerza me faltaba, que la sangre se helaba en mis venas y arterias, que un horrible zumbido me hacia perder la vista, el oido y la conciencia de mi ser; en fin, que un vértigo se apoderaba de toda mi organización. Era el mareo, ese cólera de los mares que no perdona á ningún viajero y vence aún á los mas vigorosos temperamentos!

No se oye más que el crujido de la rama muerta que se rompe y el zumbido del viento que se desliza silbando sobre la llanura desolada. La única verdura que se ve es la hiedra que extiende sus amplias alfombras por las paredes de las rocas, que se las adosa a los muros rústicos o envuelve con ellas el tronco de las viejas encinas.

Palabra del Dia

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