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Un día, las vagonetas, al chocar unas con otras, aplastaban á un obrero: otro día saltaban de los rieles al bajar por el plano inclinado cayendo sobre un grupo encorvado ante el trabajo, que no recelaba la muerte traidora que llegaba á sus espaldas: los barrenos estallaban inesperadamente abatiendo los hombres como si fuesen espigas; llovían pedruscos en mitad de la faena, matando instantáneamente; y por si esto no era bastante, había que contar con los navajazos á la salida de la taberna, con las riñas en la cantera, con las disputas en los días de cobro, con la feroz acometividad de aquella inmensa masa ignorante y enfurecida por la miseria, en la cual vivían confundidos los que al salir de los penales de Santoña, Valladolid ó Burgos no encontraban otro camino abierto que el de las minas de Bilbao, en las que se necesitaban brazos, y á nadie se preguntaba quién era y de dónde venía...

Pasaban los lingotes por un nuevo calentamiento en los hornos y al salir de ellos caían en el tren de laminar, una serie de cilindros que los torturaban, los aplastaban, adelgazándolos en infinita prolongación. Los obreros, casi desnudos, con enormes tenazas, manejaban y volteaban los lingotes por entre los cilindros, que se movían lentamente.

Estaba en efecto el camino encharcado, lleno de aguazales, y como había llovido por la mañana también, los pinos dejaban escurrir de las verdes y brillantes púas de su ramaje gotas de agua que se aplastaban en el sombrero de los viajeros. Julián iba perdiendo el miedo y un gozo muy puro le inundaba el espíritu cuando saludó al crucero con verdadera efusión religiosa.

Y el caballo blanco, el rojo, el negro y el pálido los aplastaban con indiferencia bajo sus herraduras implacables: el atleta oía el crujido de sus costillajes rotos, el niño agonizaba agarrado al pecho maternal, el viejo cerraba para siempre los párpados con un gemido infantil.

Los perros de la granja y los del aduar, azuzados a campo traviesa, lanzábanse sobre ellos y los trituraban furiosos. En ese momento llegaron dos compañías de turcos, con la banda de cornetas al frente, a ayudar a los infelices colonos, y la matanza varió de aspecto. Los soldados no aplastaban los insectos, sino que los quemaban esparciendo largos regueros de pólvora.

A doscientos pasos del parapeto los alemanes se detuvieron y comenzaron un fuego graneado tan intenso como no se había oído otro semejante en la sierra; era un verdadero zumbido constante de disparos; las balas, a centenares, segaban las ramas, hacían saltar pedazos de hielo, se aplastaban en las piedras, a izquierda, a derecha, por delante, por detrás.

En unos lugares percibían sus pies la frescura de la humedad; en otros aplastaban como arena crujiente el polvo diamantino de la hulla. De pronto, percibían en sus cabezas un torbellino glacial, inesperado, que cosquilleaba las narices con la picazón del estornudo y parecía querer arrebatarles las gorras.