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Actualizado: 4 de junio de 2025
Los resultados los anotaba todos los días en el cuaderno de bitácora. Yo solía ayudarle muchas veces a echar el cordel de la corredera, y luego a medir. Tenía una corredera antigua. En general, lo que usaba el capitán, el barómetro, los cronómetros, las cartas de derrota, todo era viejo. En su camarote tenía un reloj de arena; lo prefería por seguro y por silencioso. Zaldumbide odiaba lo nuevo.
El nuevo piloto quería presenciar el embarque de negros. Solíamos llevar las luces roja y verde reglamentarias, y al acercarnos a tierra se ponía un farol grande de luz blanca en el palo de proa. Un centinela se colocaba en el bauprés y avisaba cuando veía brillar un fanal rojo. Al momento, el intérprete, el doctor Cornelius y Zaldumbide iban a tierra con la chalupa.
Los capitanes de barcos negreros no necesitaban pólizas de cargo para dar cuenta del género recibido. Yo me figuro que Zaldumbide debía quedarse con más de la mitad de la ganancia en cada expedición. Durante el viaje, fuera de sus trabajos de capitán, solía rezar. Cuando se metía en el camarote, pasaba el tiempo jugando con sus monedas de oro, en compañía de la mona Mari-Zancos.
Era un buen marino aquel hombre silencioso. Zaldumbide me contó que, estando en el servicio, parece que había servido en la marina danesa; un oficial, injustamente, le mandó azotar. Poco tiempo después, Nissen, una noche regó con petróleo la cama y el cuarto del oficial y les pegó fuego. Después se escapó no sé cómo. Mi mejor amigo en el barco era Allen. El conocia mi vida y yo la suya.
Vestía levita negra y raída; en la cabeza, una gorrita, y los días de frío, un gabán viejo con esclavina. Zaldumbide bebía poco o no bebía nada. Era muy religioso. Nunca se sentaba a comer sin rezar antes el Benedicite. Tenía en su camarote una virgen peruana, con dos ramas de romero bendito debajo. Ante esta imagen rezaba con un rosario de cuentas gruesas.
Zaldumbide no era partidario de maltratar ni de pegar siquiera a los negros, no por nada, sino por no estropearlos. Los demás capitanes negreros trataban a fuetazos a sus negros. Estos fuetazos no eran mas que el ligero prólogo de los que les darían después los bandidos de América.
Nunca llegué a acostumbrarme al espectáculo de miseria y de horror que ofrecían; casi siempre me metía en el camarote para no ver aquellos desdichados. Zaldumbide los trataba bien; pero eso no evitaba que el espectáculo fuera repulsivo. El Dragón no era de aquellos clásicos negreros que podían considerarse como ataúdes flotantes.
Después, Zaldumbide, al tenerlos en el barco, les hablaba, porque sabía algo del bantú y del mandigo, y les decía, en aquella infame algarabía negra, que les iba a llevar o un país en donde no harían mas que tomar el sol y comer habichuelas con tocino. Los negros quedaban encantados.
El capitán y el médico estaban hablando sentados los dos en sillas de lona al socaire de la ballenera, y no vieron a los marineros y a los chinos que avanzaban por el otro lado de la lancha grande. Les avisamos con un grito; Zaldumbide agarró el rebenque y se lanzó hacia proa repartiendo chicotazos a derecha y a izquierda.
El teniente contestó que podíamos atacarlos y vencerlos, porque estábamos bien armados; pero no quería hacer una carnicería inútil, y que, si nos desembarcaban en cualquier punto, nosotros nos iríamos, dejando el tesoro de Zaldumbide. Poco después, el cocinero Ryp vino con la misma proposición; también quería las cajas de Zaldumbide.
Palabra del Dia
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