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Actualizado: 4 de junio de 2025


A la hora de remontar el río nos detuvimos delante de una fortaleza arruinada. Dicen que por allí, en los límites del Atlas, se encuentran estos poderosos castillos antiguos. Nadie sabe quién los ha construido ni contra qué clase de enemigos se hicieron. El castillo aquél era de piedra labrada y de torres con arcos. Inmediatamente de llegar abrimos apresuradamente los cofres de Zaldumbide.

Los hombres valían de mil pesetas hasta cinco mil; los niños, veinticinco duros antes de bautizar y cincuenta después; las mujeres se vendían a precios convencionales. Zaldumbide no regateaba fusiles ni pólvora para adquirir un buen género. A él no le daban un anciano venerable por un hombre joven, aunque estuviese teñido, ni un hombre con una hernia por un individuo bien organizado.

Como la cámara de debajo de la toldilla era pequeña y cerrada, el teniente no quería que durmiésemos todos en ella, y nos repartíamos en los cuatro departamentos que poseíamos. Yo dormía en la misma cama de Zaldumbide. Pronto dejó de llover, pero siguió el viento y siguió el oleaje, que nos zarandeaba furiosamente.

Llegamos a las Canarias, y de las Canarias a Liverpool. Yo pensaba que con la relación de nuestras fatigas y con la muerte de Allen, la familia de mi novia se habría curado del deseo de encontrar tesoros, pero fue todo lo contrario. Tienes que ir me decía mi futura suegra a ver a ese español, a que te diga dónde está el tesoro de Zaldumbide. Y a eso venimos. Usted pónganos sus condiciones.

El creía, como los hombres antiguos, que el hombre va del bien al mal; nosotros, los progresistas, creemos lo contrario: que va del mal al bien. En casos apurados, Zaldumbide era un gran piloto y hombre de un valor furioso. Sólo por los golpes del viento en la cara comprendía inmediatamente las maniobras que había que hacer.

En aquellos momentos se consideraba el San Juan de Dios de los negros. Era un canalla pintoresco y simpático aquel Zaldumbide. ¡Lástima de hombre! Tenía grandes condiciones de previsor y de organizador. En otros barcos negreros solían hacer bailar a los negros el baile de homba, y, cuando no querían, les instaban a zarandearse a fuetazos. Allí, no.

Los vascos, por disposición del capitán, comíamos solos. Zaldumbide nos regalaba fiambres y postres para tenernos contentos. Todos los días tomábamos un café muy fuerte, que hacía Arraitz, un compañero nuestro, y una copa de ron. La vida material era buena; comíamos bien, teníamos tabaco; los días de mal tiempo nos encerrábamos en la cámara a hablar y a jugar.

Ya aceptado, me enseñó la cámara que había de ocupar cerca de la suya. Me hizo observar que las dos estaban blindadas y tenían las ventanas con rejas. No voy a contar las peripecias de mis viajes; fueron, poco más o menos, las mismas de todos los que se lanzan al mar a buscar aventuras. El capitán Zaldumbide me trataba con mucha atención.

El capitán era un bárbaro, como todo capitán negrero de esa época. Allí, al que faltaba, ya se sabía, lo azotaban como a un perro. Zaldumbide tenía un chicote retorcido, con el cual él mismo daba un castiguillo. Llamaba así a pegarle a uno hasta dejarle desmayado. En general, Zaldumbide castigaba la mala intención, pero casi nunca la torpeza.

De los cinco vascos, cuatro éramos relativamente buenas personas; pero el teniente Ugarte, no. Este era endemoniado, malo, atrabiliario. El capitán Zaldumbide le conocía, y como mandaba en dueño absoluto y allí no se guardaban más jerarquías que la suya, nos dijo varias veces en vascuence delante del piloto: Este es un perro.

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