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Actualizado: 27 de julio de 2025
La enferma fantasía de Clara creyó reconocer en aquellas voces un horrible y áspero trío de las Porreñas, que volaban, envueltas en espantosas nubes, dando al viento las voces de su impertinencia, de su amargo despecho y de su envidia.
A espaldas del fielato, en el abrevadero, una banda de palomas picoteaba la tierra. Eran de la inmediata calle de los Artistas; volaban hasta allí para buscar en el suelo los residuos del pasto de los bueyes. Junto al ventorro alzábanse las tapias blancas del Sanatorio de Perros, el asilo de los canes de los ricos, cuidados en sus enfermedades por un veterinario.
Parecíame todo el valle, relativamente a la altura de su marco, de una pequeñez asfixiadora, y considerábame caído de las nubes en el fondo de un dedal enorme. ¿Qué idea tendría Chisco de la Gloria celestial, cuando la ponía solamente un punto más arriba que aquello en la escala de lo hermoso y admirable? ¡Dios eterno, qué envidia tuve entonces a los pájaros porque volaban!
Rendido de fatiga, con el estómago revuelto por el hedor, me metí en casa. Dentro de la quinta, había casi tantos insectos como fuera. Entraron por las aberturas de las puertas y ventanas, por los tubos de las chimeneas. Al borde de los tableros y en los cortinajes, roídos ya, se arrastraban, caían, volaban, trepaban por las blancas paredes, con una sombra gigantesca que hacía mayor su fealdad.
Paula padeció mucho en esta época; la ganancia era segura y muy superior a lo que pudieran pensar los que no la veían a ella explotar los brutales apetitos, ciegos, y nada escogidos de aquella turba de las minas; pero su oficio tenía los peligros del domador de fieras; todos los días, todas las noches había en la taberna pendencias, brillaban las navajas, volaban por el aire los bancos.
En aquel momento todos los celajes del ocaso se rasgaban brotando luz de sus entrañas para formar una aureola a la Madre de Dios, que tenía en aquella cima su templo. La puesta del sol era una apoteosis. Las velas de las lanchas de Loreto, hundidas en la sombra del monte, allá abajo, parecían palomas que volaban sobre las aguas. Al fin llegó Ana a la hondonada de los pinos.
Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho. Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las serpentinas llovían sin cesar.
Adriana fingía atender las crónicas de su tío. Pero sus pensamientos volaban a casa de las Aliaga. Predominaba en ella la inquietud, su anhelo se perdía en presentimientos confusos, su espíritu se transformaba en un sentido ideal.
Lo que se había visto era tal cual corista que se quedaba allí, casada con uno del pueblo, o ejerciendo un oficio; un director de orquesta se había hecho vecino para dirigir una banda municipal...; pero tiples y tenores, nunca habían parado tantos meses: concluido el trigo, volaban.
Aquellos pajarracos no se comían, pero Frígilis les tenía declarada la guerra porque se burlaban de los cazadores con una especie de ironía, de sarcasmo que parecía racional. Esperaban, fingían estar descuidados, disimulaban su vigilancia, y al ir Frígilis a disparar, escondido tras un seto... volaban los condenados gritando como brujas sorprendidas en aquelarre.
Palabra del Dia
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