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Actualizado: 16 de junio de 2025
No podía más: se apagaba su cólera, consumida por su propia vehemencia. Los sollozos cortaron sus palabras. Ya no vería en su marido al mismo hombre de antes: el cadáver del hijo se interponía entre los dos.
Bien puede estar fondeado desde la tarde respondió otro. ¿Dónde? ¿Dónde ha de ser, mamón? en la concha replicó el otro enfureciéndose. Si hubiera estado se vería, tío Miguel. ¿Cómo lo habías de ver, papanatas?... ¿Has estado por si acaso en la peña Corvera? La bandera de la Bella-Paula se ve por encima de la peña, tío Miguel. ¡Qué bandera ni qué mal rayo que te parta!
Jamás había creído la señora de Moscoso que vería hilar más que en las novelas o en los cuentos, a no ser a las aldeanas, y le produjo singular efecto el espectáculo de aquellas dos estatuas bizantinas, que tales parecían por su quietud y los rígidos pliegues de su ropa, manejando el huso y la rueca, y suspendiendo a un mismo tiempo la labor cuando ella entró.
Cuando llegó á San Francisco, supo que Foster se hallaba en una propiedad suya, á dos horas de ferrocarril, y desistió de su visita. Ya le vería más adelante; estaba cansada; le asustaba estas dos horas de tren, después de haber pasado una semana entera en vagón. Y, á pesar del tal cansancio, salió inmediatamente para Los Ángeles, un viaje cinco veces mayor.
Y prometiendo a su hijo que desde otro sitio vería mejor la llegada de las olas, lo puso en el suelo y le tomó una mano, alejándose después. «Buenas tardes, señora.» Quedó desconcertado por esta fuga y experimentó al mismo tiempo cierta satisfacción. Ella no le había mirado con odio al marcharse. Sus ojos más bien eran de tristeza. Tenía miedo al recuerdo.
Para aquella ausencia, para la necesidad que sentía de creer que vería a su padre en otro mundo, servíale sin embargo la religión; pero muy poco para consuelo de los propios males, para remediar las angustias del egoísmo asustado, de los apuros del momento que nacían de la soledad y la pobreza. El pánico de su abandono, que fue el sentimiento que venció a todos, no lo curaba la fe.
El poeta lloró otra vez, besando á su ahijado. Ya no vería más á este coloso que parecía repeler sus débiles abrazos con el fuelle de su respiración. Ulises, ¡hijo mío!... piensa siempre en Valencia... Haz por ella todo lo que puedas... Ya lo sabes. ¡Siempre Valencia!
Gallardo escuchaba complacido estas noticias, pero al mismo tiempo movía la cabeza con expresión de duda. ¡Cuándo volvería a verla!... ¿La vería alguna vez?... ¡Ay, aquella mujer caprichosa, que había huido sin motivo, a impulsos de su extraño carácter! Lo que tú debes hacer decía el apoderado es olvidarte del mujerío, para pensar un poco en los negocios.
Entonces, seguramente que don Bernardino no haría ascos a su candidatura, y las diferencias de familia quedarían olvidadas. Miraba a míster Robert y se encogía de hombros con lástima. No, no se vería él en ese espejo.
La impresión que recibió fue penosa: dando al olvido las inquietudes inspiradas por la conducta que Félix observaba respecto a ella, pensó en que ya no vería cerca de sí al primer hombre en quien creyó hallar algo como una promesa de felicidad.
Palabra del Dia
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