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Actualizado: 4 de junio de 2025
Haciéndole la partida de tresillo están los mismos personajes que ya conocemos. Saleta, el gran Saleta, cuyas mentiras siguen fluyendo de su boca suaves y almibaradas, lo cual le obligaba a relamerse amenudo. Faltó poco para que Lancia se viese privada para siempre de este magnánimo y divertido varón. Jubilado hacía tres años, fue a establecerse a su país, donde permaneció uno solamente.
Hasta las dos de la madrugada jugó al tresillo: cuando la partida se disolvió, estuvo paseando largo rato por uno de los salones; cansado al fin, se recostó en un diván, y no tardó muchos minutos en prenderle un sueño pesado y letárgico. La tensión en que sus nervios habían estado las últimas horas, había terminado por un enervamiento.
Desde las once de la mañana está lleno de gente que charla, que lee por cima algún periódico para saber las noticias, y que juega al tresillo. Personas hay que se pasan diez o doce horas al día jugando a dicho juego. En fin, hay aquí una holganza tan encantadora que más no puede ser. Las diversiones son muchas, a fin de entretener dicha holganza.
Jugó al tresillo para no tener que hablar; hizo malas jugadas y hasta renuncios, por lo embargado que le traían sus melancólicas cavilaciones; apenas jugó una vez sin hacer puesta o recibir codillo, y perdió quinientos tantos, equivalentes a cincuenta reales. De mal humor se volvió a su casa antes que nadie se fuese. En balde procuró dormir. No pudo en toda la noche pegar los ojos.
Excitado de esta suerte, no sé cómo juego al tresillo, ni hablo, ni discurro con juicio, porque estoy todo en ella. Cada vez que se encuentran nuestras miradas, se lanzan en ellas nuestras almas, y en los rayos que se cruzan, se me figura que se unen y compenetran.
Respondíales pocas veces. Cuando lo hacía era con breves palabras displicentes. Al fin, sacando el reloj, dijo: Son las tres. Quedan tres cuartos de hora. ¿Quién quiere echar un tresillo? Tres de los amigos se fueron con él a la sala de juego. No tardaron en rodearles los demás. La broma siguió lo mismo que en el salón. ¡Miradle, cómo le tiembla la mano!
Sí, como yo, como nosotros, seamos francos, aquí no nos oye ningun indio, continuó el joyero; el mal está en que todos no seamos tulisanes declarados; cuando tal suceda y vayamos á habitar en los bosques, ese día se ha salvado el país, ese día nace una nueva sociedad que se arreglará ella sola... y S. E. podrá entonces jugar tranquilamente al tresillo sin necesidad de que le distraiga el secretario...
En torno de la mesa central, y alumbrados por enorme quinqué de aceite con pantalla verde, estaban tres caballeros jugando al tresillo. El dueño de la casa era uno de ellos. Tendría de cuarenta y seis a cuarenta y ocho años de edad; hacía tres que estaba enteramente imposibilitado para moverse, de resultas de un ataque apoplético que le paralizó las dos piernas.
Allá por los últimos días de Diciembre encontrábase S. E. en la sala jugando al tresillo, en tanto esperaba la hora del almuerzo. Venía de tomar el baño con el consabido vaso de agua y carne tierna de coco y estaba en la mejor disposicion posible para conceder gracias y favores.
Por donde vinieron a sospechar que estaba bajo una fuerte excitación. Esta sospecha se confirmó al oirle proponerles jugar al tresillo. Cumplieron su gusto, pero al poco rato el joven comenzó a desvariar tristemente. Oyes, mamá, ¿qué te parece de este juego? dijo llamando a una señora que allí estaba. Los circunstantes se miraron unos a otros aterrados y compadecidos.
Palabra del Dia
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