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¡Ah! señora, perdonad... pero... permítame vuestra majestad que vaya al momento... le he creído perdido... son esos hombres tan infames... y... ¡le amo tanto! Espera, espera... serénate, tranquilízate, Clara, amiga mía: no ves que yo me sonrío, que estoy contenta. ¿Cómo podía estarlo si te amenazase una desgracia? ¡No corre peligro su vida! No, ni mucho menos... Y entonces, ¿qué hay que temer?

Todos los convidados, menos los dos miedosos, se acercaron a los balcones para ver llover. Caía el agua a torrentes. Allá al extremo de la huerta se veía a la Marquesa y a las señoras que la acompañaban refugiadas bajo la cúpula del Belvedere que dominaba el paisaje, en una esquina del predio, junto a la tapia. ¿Y los chicos? preguntó Ripamilán asustado, fingiendo temer por los demás.

Pero las damas parecían temer los encomios y no las sátiras. No bien se oyeron encomiar apretaron el paso, y aprovechando un momento de confusión y bullicio, trataron de escabullirse. El Conde tenía fija la vista en ellas.

Usted tuvo a bien decirme que si alguna vez cualquier caballero, un hombre de corazón, me pidiese en matrimonio, no solamente no tendría que temer ninguna dificultad por parte de usted, sino que hasta podía contar con su más sincero concurso... Tales palabras, señora, son demasiado preciosas para que yo haya podido olvidarlas... ¿Tiene usted, tal vez, señora, la bondad de recordarlas?

No tienen nada que temer: buenas mulas y buena compañía. En Torrejón están ustedes seguros ... Aquí ... no lo creo. Es preciso salir de esta casa y de Madrid inmediatamente. Pues vamos dijo Lázaro con resolución. No perdamos tiempo. Rápidamente se prepararon uno y otro. ¿No hay una puerta que á otra calle? preguntó Bozmediano á Pascuala.

Don Mauricio es hombre del día; entiende sus conveniencias, y por ello respetaría las tuyas..., porque no habías de pretender nada que no fuera usual y admitido entre las mujeres de tu rango; y como no le amas ni puedes amarle, no hay que temer en ti los desencantos ni las terribles consecuencias que éstos traen en los matrimonios por amor.

Ella no la iba á abandonar, nada tenía que temer; el P. Camorra tenía otras cosas en la cabeza; Julî no era más que una pobre campesina... Pero al llegar á la puerta del convento ó casa parroquial, Julî se negó tenazmente á subir y se cogió á la pared. ¡No, no! suplicaba llena de terror; ¡oh, no, no, tened piedad!... Pero que tonta...

Esta buena cualidad, que no fue sólo tolerancia, sino curiosidad simpática y afición respetuosa al saber de los vencidos, valió de tal suerte que, durante algunos siglos, acaso hasta después de las últimas cruzadas, pudo creerse que el mundo musulmán era más culto que el mundo católico, y los espíritus superficiales pudieron esperar ó temer que el islamismo en Asia, en el norte de Africa y en España, arrebatase al cristianismo europeo la bandera del progreso y la antorcha de la cultura.

A decir verdad, siempre le había sorprendido un poco que su penitenta no se acordase de la vida monástica, tan conforme con sus inclinaciones. Luego, la edad a que había llegado, traspuesta ya la primera juventud, no hacía temer que su resolución fuese hija de un deseo efímero, de una fugaz exaltación romántica, como suele acaecer a las niñas de quince a veinte años.

La visita de la señora del maestro la llenaba de orgullo, pero sus inquietudes casi la hacían reír. No debía temer nada. Los de a pie se libraban siempre del toro, y el señor Juan Gallardo tenía mucho «ángel» para echarse de encima a las fieras. Los toros mataban poca gente. Lo terrible eran las caídas del caballo.