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Empujamos la puerta, pasamos al jardín y entramos por un patio a cuyos lados había dos perros de piedra. Subimos por la antigua escalera, hasta llegar a un salón con cierto aire entre abandonado y señorial, un cuarto sin luz, húmedo y frío. El capitán Sandow era un viejo flaco y cetrino, con barba blanca; su hija, una muchacha delgada y muy pálida, con el pelo negro y los ojos azules.

Cuando subimos la escalinata vimos que las gentes se agolpaban en la puerta. Aun no abrían los sacristanes, y todos pugnaban por colocarse en buen sitio para entrar los primeros.

En otra galería del mismo pasaje, nos dimos de cara con otro rótulo que promete tres platos fuertes, vino de Burdeos y sorbete al fin, todo por tres francos. Subimos al piso principal; al entrar nos dieron una contraseña, y á poco se presenta un garçon con frac negro y corbata blanca.

Al fin, un día nos dió una orden á gritos: «¡Ofrézcanles un millón, y acabemos!...» Imagínese, profesor, ¡más de dos mil francos por metro! ¡como en el centro de las grandes capitales!... Subimos á su casucha. Ni pestañearon al oir la cifra. La vieja, que era la más inteligente, dejó que el apoderado y el notario de Su Alteza le explicasen lo que era un millón.

Esta buena expresion de Welington hubo de inspirar á uno de nuestros compañeros de expedicion, el cual dijo: esa columna es un digno pedestal de aquella estátua. Realmente, Napoleon no necesitaba menor cimiento. Subimos á nuestro carruaje, y á los veinticinco ó treinta minutos estábamos en el bosque de Bolonia.

A la noche siguiente nos despedimos del vigoroso monje capuchino en la plataforma de la estación de Lucca, y subimos al tren, en el cual debíamos recorrer la primera parte de nuestro viaje de vuelta a Inglaterra.

Subimos una escalera grande, sucia y añosa, de piedra gastada por el uso, y entramos en los grandes corredores del caserón, entarimados al uso del país. Las tablas, viejas y resquebrajadas por todos lados, ofrecían en algunos puntos agujeros por donde podría pasar una persona. Al llegar aquí percibimos un ruido confuso y lejano de gritos y carcajadas.

Y en vez de concluir la frase, dio un puntapié a los molosos que de un brinco abandonaron la casa. Ven dijo en seguida, voy a llevarte. Subimos la escalera, en silencio, sin mirarnos. «¡Ahora eres una extraña para élme dije. Y me sentí sobrecogida de angustia, como si acabara de perder una felicidad acariciada desde mucho tiempo.

-Pues, en tanto que subimos a caballo -dijo don Quijote-, bien podéis decirme si soy yo aquel don Quijote que dijistes haber vencido. -A eso vos respondemos -dijo el de los Espejos- que parecéis, como se parece un huevo a otro, al mismo caballero que yo vencí; pero, según vos decís que le persiguen encantadores, no osaré afirmar si sois el contenido o no.

Compúsose la armada de nueve bergantines y 200 canoas, en que iban 1,500 Yapirús: subimos por el rio Paraguay, para buscar el pueblo de Hieruquizaba, donde habian huido los Cários; que dista 46 leguas de la Asumpcion, y en este viage se nos juntó el cacique, que dió la traza de tomar á Acariaba, con 1,000 Cários, contra Taberé.