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Sentía la necesidad de acompañarla: creía con su presencia disimular un tanto lo ignominioso de su situación. Al regresar a su casa iba de silla en silla, leyendo, escribiendo, hablando, para disimular su aburrimiento.

Se dejó caer en una silla: puso ambos puños cerrados en su cara y en sus rodillas ambos codos, y así permaneció más de media hora sumido sin duda en un mar de reflexiones amargas. Cualquiera, si le hubiera visto, hubiera sospechado que acababa de asesinar a Pepita. Pepita, sin embargo, apareció después.

El muchacho se sentó en la silla que junto a la cama estaba, y apoyando el codo en esta, aguantó el achuchón, sin mirar a su juez. Tenía un palillo entre los dientes, y lo llevaba de un lado para otro de la boca con nerviosa presteza. Ya se le había quitado el gran temor que la hermana de su padre le infundía.

Al fin, la superiora se levantó de la silla y María siguió su ejemplo. EL SUE

El capote. De encima de una silla cogió Garabato el capote llamado de paseo, la capa de gala, un manto principesco de seda del mismo color que el traje y tan cargado como éste de bordados de oro. Gallardo se lo puso sobre un hombro y se miró al espejo, satisfecho de sus preparativos. No estaba mal... ¡A la plaza! Sus dos amigos se despidieron apresuradamente, para tomar un coche y seguirle.

Bajó la escalera y entró en la sala, donde encontró a la sirvienta, la que le dijo que la señora estaba ya levantada e iba a bajar en seguida. Se dejó caer en una silla, angustiado de nuevo por sus terribles perplejidades. Todavía quedaba cierta duda en su espíritu. El aya no podía quererle mal, y sin duda no se había dado cuenta de las consecuencias de lo que iba a hacer.

Importa muy poco que la cerveza, con su accion inflamable, pueda calentar el cerebro, importa muy poco que en una misma pieza, y en diferentes mesas, haya á veces reunidas trescientas personas que fuman, cantan y beben, no importa, ninguna botella se rompe, ninguna silla se estropea, nadie disputa, todos se retiran habitual y tranquilamente á sus casas para volverse á reunir el próximo domingo.

Unos pasos más allá, don Jacobo alcanzó a unos niños que, con las piernas desnudas, removían las aguas de la corriente bajo los sauces, y se familiarizó de tal modo con ellos, gracias a su charla peculiar, que fueron bastante atrevidos para subírsele por las piernas del caballo hasta la silla, y tuvo al fin que afectar una cara exageradamente feroz y largarse dejando tras de algunas monedas cuando quiso librarse de ellos.

Yo mismo no lo ; vuecencia tenía la silla de manos dispuesta en una encrucijada; la noche en que vine era tan obscura, que aunque hubiera querido... Muy bien; ahora mismo buscarás un coche de camino. Muy bien, señor. Que el mayoral y los mozos sean extraños, que no me conozcan. Muy bien, señor. Necesito ese coche dentro de una hora. ¿Y el equipaje del señor? No necesito equipaje.

Pero en el mismo instante, un mugido feroz distrajo la atención del toro y algo rojo pasó ante su vista como una llamarada de fuego. Era Gallardo, que se había echado abajo de la jaca, abandonando la garrocha para coger el chaquetón que llevaba en el borrén de la silla. ¡Eeeh!... ¡Entra!