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Y sin embargo, y aquí entra lo más patético de mi cuento, si bien era cierto que Echeloría y Mutileder estaban enamorados el uno de su reina y de su rey la otra, ambos sentían, en medio de la embriaguez del nuevo amor, pesar tremendo, torcedor horrible en la conciencia, y pasión de ánimo, que amenazaban matarlos.

Los guerrilleros, después de tantas fatigas, sentían necesidad de reposo; apoyó, pues, cada cual su fusil en la pared, y uno a uno fueron tendiéndose en el suelo. Marcos Divès les abrió la segunda caverna, donde encontraron, al menos, un poco de abrigo; luego salió con Hullin para examinar la posición.

Todos, hombres de justicia, médicos, hasta la misma Baronesa se sentían impresionados por la ansiosa actitud de aquel desdichado: sólo la extranjera permanecía inmóvil y rígida, impasible y casi sin mirar a nadie. ¡Lo decía y lo ha hecho!... ¡Ha hecho lo que decía!... gemía la mujer junto al cadáver.

Lázaro quedó dentro de la casa de Álava durante los breves y angustiosos momentos que duró la tentativa de lucha entre el pueblo y la tropa. Sentían desde allí el rumor popular, y por instantes creyeron que había llegado la última hora de todos ellos.

Y todos sentían ansiedad inexplicable, una simpatía profunda por el desgraciado Cigarrero.

Así lo hicieron, y al llegar al break se cambiaron efusivas expresiones de amistad y promesas de repetir la visita, mientras Lorenzo y Ricardo sentían una verdadera fascinación ejercida por aquella Pampita de veinte años, que había resultado querer sólo a su padre...

Todos los que estaban sanos le tenían por loco, pero apenas sentían cierto quebranto en su salud, respiraban la misma fe que las pobres mujeres que permanecían largas horas en casa del Dotor, viendo á lo lejos su barca, esperando que volviese del mar para enseñarle los niños enfermos que llevaban en brazos.

El fanatismo religioso estaba á la sazon en todo su vigor entre los árabes: acababan de arrastrar consigo al grito de no hay mas Dios que Dios las naciones de Asia y Africa, y se sentian con entusiasmo para ir á clavar el estandarte del Profeta en los mas apartados límites de Europa.

Zuzie Percival recibió de su madre una educación muy francesa, y ella educó a su hermana en los mismos sentimientos de amor a nuestro país. Las dos hermanas se sentían enteramente francesas, más aún, parisienses. Apenas les cayó encima aquella avalancha de millones, el mismo deseo se apoderó de las dos: venir a vivir en París. Pidieron la Francia como se pide la patria.

Sentían en sus cuerpos la presión de brazos varoniles y sonreían con cierta beatitud, como absolviéndose anticipadamente de todos los contactos que pudieran sufrir en el dulce abandono del bienestar.