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Entra y sube a su cuarto, para escribir a madama Scott, diciéndole que por asuntos de servicio se ve obligado a partir al instante, y no podrá comer en el castillo; ruega a madama Scott presente sus respetos a la señorita Bettina. ¡Bettina! ¡Ah, cuánta pena le da escribir este nombre! Cierra la carta para enviarla más tarde.

Desde entonces, todo París tuvo para las dos hermanas los ojos del pequeño pinche de la calle Amsterdam; todo París repitió su: ¡Cáspita! bien entendido, con las variantes y modificaciones impuestas por los usos de la sociedad. Los salones de madama Scott, se hicieron inmediatamente a la moda.

Madama Norton entregó a madama Scott una linda tarjeta con filete de oro, que decía: Menu du dîner du 15 Avril 1880, y más abajo: Consommé

Ella sabía que era preciosa, le gustaba que la vieran, y no le disgustaba que se lo dijeran... En una palabra, era coqueta. Sin eso, ¿habría sido parisiense? M. Scott tenía en su mujer plena confianza y le dejaba entera libertad. El se presentaba poco en sociedad. Era un galantuomo que se sentía vagamente molestado por haber hecho un casamiento semejante, por haberse casado con tanto dinero.

Mientras las carteras pasaban de las manos del oficial a las de madama Scott y Bettina, el cura presentaba a Juan a las dos americanas, pero estaba aún tan conmovido, que la presentación no fue hecha en toda regla. El cura no olvidó más que una cosa; pero algo muy esencial en una presentación: el apellido de Juan.

Sus manos recibieron, con respetuoso temor los dos paquetitos de oro que representaban tantas miserias aliviadas, tantos dolores disminuidos. No es eso todo, señor cura dijo madama Scott, os daré quinientos francos todos los meses. Y yo haré como mi hermana. ¡Mil francos por mes! pero entonces ya no habrá pobres en la comarca. Es lo que deseamos. Soy rica, muy rica, y mi hermana también.

Un tapicero de gran nombre se encargó de corregir y suavizar el desmedido lujo de un mueblaje chillón y extravagante. Hecho esto, la amiga de madama Scott tuvo la suerte de encontrar, desde el primer momento dos artistas eminentes, sin los cuales no podría fundarse ni funcionar una gran casa.

Preguntadle a mi hermana... ¿Decid, Zuzie, cuando yo era chica en New-York, no ponía bien la mesa? , muy bien respondió madama Scott. Y ella también, rogando al cura excusara la indiscreción de Bettina, quitose el sombrero y el abrigo; y Juan gozó una vez más del muy agradable espectáculo de un cuerpo precioso y admirables cabellos. Pero el desorden, y Juan lo sintió, no tuvo segunda edición.

Luego se casó con este Scott, hijo de un banquero de New-York. Y de repente, un pleito ganado, les puso entre las manos, no millones, sino decenas de millones. Poseen en alguna parte, en América creo, una mina de plata; pero una mina seria, verdadera, una mina de plata... en la cual hay plata. ¡Ah, ya veréis qué lujo estallará en Longueval!... Todos parecemos pobres en la ciudad.

Respecto de , siento un poco de vergüenza al decir que soy feliz, muy feliz. Es verdad que no lo he merecido, pero así es. Cuando pienso en mi mujer, me acuerdo también de Diana Vernon; pero no tengo que recordarla como mi tío Juan de Aguirre, ni como el héroe de Walter Scott, muerta, sino que la veo viva, a mi lado.