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Actualizado: 21 de junio de 2025


Todo va bien dijo Sarto, a tiempo que su criado tomaba mi mano para besarla. ¡El Rey está herido! exclamó. No es nada dije desmontando. Me lastimé el dedo cerrando una puerta. Y sobre todo silencio dijo Sarto; aunque a ti, mi buen Freiler, es casi inútil recomendártelo. El interpelado se encogió de hombros.

Había tratado algo al anciano General, creía conocerlo y lo estimaba. No así Sarto, pero yo había aprendido ya que éste sólo estaba satisfecho cuando él mismo lo hacía todo, y que a menudo lo impulsaba, más que el deber, un sentimiento de rivalidad.

Sarto, que andaba agitado y nervioso, se sorprendió mucho al verme aquella mañana, arrellanado en cómodo sillón de brazos, escuchando la canción amorosa que con muy buena voz entonaba uno de los caballeros de mi séquito.

Yo mismo llevaré la noticia y la daré lo mejor que sepa y pueda. ¿Creen ustedes que el Rey está bajo la influencia de un narcótico? preguntó Sarto. Yo lo creo repliqué. ¿Y quién es el culpable? Ese infame, Miguel el Negro rugió Tarlein. Así es continuó el veterano; para que no pudiera concurrir a la coronación. Raséndil no conoce todavía a nuestro sin par Miguel.

En este caso, cualesquiera que fuesen las órdenes del Rey, las instrucciones de Sarto y los consejos del General, Flavia se negó a permanecer en Tarlein mientras su amado se hallaba herido en Zenda, y el carruaje de la Princesa siguió de cerca al General y su escolta cuando éste se puso en camino del castillo.

Volví adonde me esperaban Flavia y Sarto, pensando en el extraño carácter de aquel desalmado, cuyo igual no he vuelto a ver en mi vida. ¡Qué arrogante tipo! fue el comentario de Flavia, que, mujer al fin, no se había ofendido con las expresivas ojeadas de Ruperto Henzar. ¡Y cómo parece sentir la muerte de su amigo! prosiguió.

Han descubierto a la vieja dije. Eso ya lo sabía yo desde que vi los pañuelos repuso el coronel. Llegamos frente a la puerta del sótano, que estaba cerrada, y al parecer en el mismo estado en que la habíamos dejado aquella mañana. Entremos, todo va bien dije. Me contestó una violenta imprecación de Sarto, cuyo rostro palideció a la vez que señalaba al suelo con el dedo.

Habíamos llegado al extremo del pueblo, y al pie mismo de la colina donde empezaba el pendiente camino del castillo. Admirando estábamos la solidez de sus altas murallas, cuando vimos salir de ella numerosas personas que lentamente empezaron el descenso de la cuesta. Retirémonos dijo Sarto. No, preferiría permanecer aquí fue la opinión de Flavia.

Se retiró a una habitación para leerlas a solas y al salir parecía aturdido. Estoy pronto dije, sintiéndome menos dispuesto que nunca a prolongar mi permanencia en Estrelsau. Tengo que extender un permiso para que podamos salir de la ciudad continuó Sarto, sentándose. Miguel es Gobernador de la plaza, como ustedes saben y hay que esperar que no nos faltarán obstáculos.

Entretanto dije yo, el Rey acabará por darse a Satanás si tiene que seguir mucho tiempo todavía sin almorzar. El viejo Sarto se rió socarronamente y me tendió la mano. ¡Es usted un verdadero Elsberg! dijo. Después nos miró detenidamente y exclamó: ¡Dios haga que nos veamos vivos esta noche! ¡Amén! fue el comentario de Federico de Tarlein. El tren se detuvo.

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