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Actualizado: 2 de noviembre de 2025


Para mostrarle lo que guardaba la población digno de verse, le llevaban materialmente escoltado. Después vinieron las jiras a los caseríos y parroquias de las cercanías, a las casas de campo de los amigos de Belinchón, los banquetes opíparos, las excursiones de pesca y las cacerías. Realmente la vida era grata en Sarrió por el verano.

La tarde estuvo como la mañana serena y alegre, sin pizca de calor; porque la brisa del Nordeste en Sarrió, como en todos los puertos del Cantábrico, refresca deleitosamente los ardores del sol en los meses de estío. Las romerías pertenecían a todas las clases sociales, pero muy particularmente a los artesanos. Gracias a esto no habían perdido nada de su primitiva alegría y animación.

Y decía: «Que me devuelvan mi bastón... mi bastón de vuelta, ¿eh?... un bastón que tiene una chapa de plata... una chapa de plata que hace un ruido al caminar, ¿eh?»... Y luego en la agonía le ha gritado: «¡Mi bastón, mi bastón!»; y ha muerto. ¿No le parece a usted raro, Azorín? Y Azorín ha contestado: No, querido Sarrió, no me parece raro.

Cantaba misa el hijo de don Aquilino; carta de don Rosendo describiendo la conmovedora ceremonia, y elogiando la voz clara, y sonora y la serenidad del joven presbítero. Si las mareas eran altas y fuertes y arrancaban algunas piedras de la punta del Peón; carta. Si los buques de Bilbao se negaban a recibir a bordo los prácticos de Sarrió; comunicado.

El folletín estaba a cargo de don Rufo, que hacía año y medio que estudiaba el francés sin maestro, por el método Ollendorf. Se resolvió a traducir, para el periódico, Los misterios de París, obra en seis tomos. Excusado es decir que El Faro de Sarrió, a pesar de vivir algunos años, nunca pudo llegar al tomo tercero. Don Rufo era un traductor notable.

Se contaban a este propósito, en letras de molde, todas las anécdotas más o menos chistosas que corrían por la villa, y algunas más descubiertas o inventadas por los maleantes redactores. Y como si esto fuera poco, no había número del citado periódico en que de un modo u otro no se hiciese mención de la peluca de doña Brígida, que por tal circunstancia había llegado a ser popular en Sarrió.

Todas habían tenido que sufrir algún doloroso desengaño. Últimamente, hastiado de enamorar a sus convecinas, se había dedicado a fascinar a cuantas forasteras llegaban a Sarrió, para abandonarlas, por supuesto, si cometían la torpeza de permanecer en la villa más de un mes o dos.

A ser entera, se verían perfectamente los lamparones de su levita añeja, la grasa de su camisa y las greñas de la melena, dado que los agujeros de las botas y los hilachos del pantalón, en modo alguno podían ser vistos a causa de la barandilla del palco. Pero todo lo sabían de memoria los vecinos de Sarrió, por tropezarle harto a menudo en la calle y los cafés.

Delante de ellos va una tartana con el equipaje de Azorín. Cuando han arribado a la estación, Azorín, como es natural, ha sacado el billete y ha facturado sus bártulos. De allí a un rato ha aparecido el tren. Sarrió le alarga a Azorín, subido al coche, la maleta; luego, con tiento, una cesta.

Y he aquí, querido Sarrió, que usted se regocija, allá en las intimidades de su espíritu, con una hecatacombe de esos patos, que son la alegría de un hombre sencillo, que, como San Bernardo, ama todo lo que Dios ha creado. Este buen hombre que es obispo ha convidado a almorzar a Sarrió y Azorín.

Palabra del Dia

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