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Actualizado: 2 de mayo de 2025
Sarrió y yo opinamos que en Madrid no hay un sitio más ameno que la Mallorquina. Aquí estábamos tomando un pequeño refrigerio, cuando a mí se me ha ocurrido repasar un periódico; mis malas costumbres no pueden abandonarme. Y como lo más entretenido y lo más instructivo de un periódico son los sucesos, yo, naturalmente, he echado la vista sobre ellos. Mejor hubiera sido que no la hubiese echado.
Las monjas han descendido del tren. Y se han perdido a lo lejos, con una maleta raída, con dos saquitos de lienzo blanco, con un paraguas viejo... Este viejo por la mañana había venido a traer un sobre grande en que decía: Señor don Lorenzo Sarrió. Sarrió, puesto que era para él, ha abierto el sobre, después que se ha marchado el viejo, y ha visto que dentro había una cartela con un escudo.
En otra parte se ha adiestrado mi inteligencia en la polémica, en la lucha de las ideas... Aquí he cultivado mi sensibilidad con el tierno amor de la familia... Señores, lo diré muy alto, suceda lo que suceda: Sarrió está llamado a grandes destinos.
Este libro que lee Sarrió es un libro trascendental y filosófico; se titula: Diccionario general de cocina. Sarrió tiene fija la vista en una de sus páginas; su cuerpo se remueve en la silla; diríase que le desasosiega alguno de los pasajes del libro. Sí, sí, le inquieta a Sarrió uno de los pasajes de este libro.
Los mercados, las escuelas, el salvamento de náufragos, la erección de un templo o de una cárcel, etc., etc., eran los asuntos en que para gloria suya y bien del pueblo que le vió nacer, se ejercitaba con más frecuencia. Uno de ellos, de «vital interés para Sarrió», como él afirmaba muy bien, era el matadero.
Así que llegó de Sarrió haría unos tres años, poco más o menos, fue el ídolo de las damas de Peñascosa por su elegante porte, que hacía contraste con el desaliño de la mayor parte de los sacerdotes de la villa, por su conversación alegre, por sus bromitas y, sobre todo, por su afición a estar siempre entre ellas.
Un estremecimiento de horror agitó a los notables de Sarrió. Quedáronse pálidos como si se les hubiese aparejado ya a todos aquel espantoso tormento. La quinta de las Aceñas estaba a una legua de la villa, en la soledad de un bosque de pinos; pero nadie tuvo esto en cuenta.
Mi padre... Estaba aquí hace un instante... En cuanto te vió bajar sano del coche, ha montado en la berlina que estaba enganchada ahí abajo, y se ha ido a Sarrió. Gonzalo adivinó lo que iba a hacer y se puso más sombrío. Los dos cuñados se dirigieron silenciosos a la casa, y fueron derechos al cuarto de Gonzalo.
A los catorce años era Gonzalo un muchacho espigado y robusto, que estudiaba en el colegio privado de Sarrió la segunda enseñanza y se examinaba todos los años en la capital, obteniendo ordinariamente la calificación de bueno y una que otra vez, muy rara, la de notablemente aprovechado.
Y Verdú y Azorín permanecen silenciosos también, conmovidos, ante esta fruslería que es una tragedia para este pobre viejo. Esta noche el pobre Sarrió está muy ocupado; se encuentra metido en su despacho, bajo la lámpara que pone en su cabeza vivos reflejos, ante un libro que lee y relee con visibles muestras de un interés profundo.
Palabra del Dia
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