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Actualizado: 28 de junio de 2025


Se habían colocado en el gran salón de la planta baja de la casa dos mesas paralelas. Aquella sociedad diseminada se reunió instantáneamente a la palabra santa de «a comer» lanzada a los cuatro vientos de la finca por la ruda voz de Manín y por la argentina de Manuel Antonio.

Creí que no acabaría nunca de bajar la escalera de piedra que desde mi aposento conducía al salón de ceremonia. Dos veces me vi obligada a apoyarme... En fin, reuniendo todas mis fuerzas, entré con los ojos bajos y sin poder apenas sostenerme.

Sonó un hervor del caldera, luego un ruido de catarata, y la concurrencia, dando gritos, empezó á huir hacia las habitaciones interiores. ¡Zas!... Gillespie, no sabiendo cómo defenderse de aquel enjambre maligno, había lanzado un salivazo dentro del salón. El proyectil líquido pilló á los dos poetas y los hizo caer con su lanza envueltos en una ola pegajosa, de la que no sabían cómo salir.

Este mismo Bárcena era el jefe de la mazorca que acompañó a Orive a Córdoba, y que en un baile que se daba en celebración del triunfo sobre Lavalle, hacía rodar por el salón las cabezas ensangrentadas de tres jóvenes cuyas familias estaban allí.

Esperaban la llegada de un aficionado rico, que los pagaría con más esplendidez al imaginárselos adquiridos directamente de su dueño. Jaime no era más que un depositario, amenazado con la cárcel en caso de infidelidad en su custodia. Al llegar al centro del salón dio un pequeño rodeo, a impulsos de la costumbre, pero empezó a reír viendo que no había nada que interrumpiese su paso.

Así es que no me sorprendería encontrar uno de estos días, en el gran mundo, a mi zapatero, a mi sastre y hasta a nuestros proveedores de caballos. ¡No diga usted semejante cosa! exclamó con indignación muy noble la señora de Blandieres, protestando en nombre de todas las señoras que, como ella, hacían profesión de tener salón abierto.

Aquí la decoración era distinta. En este piso no se trabajaba hacía tiempo. Habíase tomado en la galería más ancha un trozo; se había cerrado, tillado y luego alfombrado. De suerte que parecía el salón de un palacio. El techo y las paredes estaban tapizados con tela impermeable, adornados con trofeos de minería. Veíase una mesa espléndida en medio de él para cincuenta o más cubiertos.

Era uno la vista fotográfica, prolija y magistralmente iluminada con colores, de un extenso y magnífico salón oriental, lleno de primores y de peregrinas elegancias. En todo se advertían y se admiraban pasmoso lujo asiático y muy acendrado buen gusto. Se diría que era aquello la prodigiosa cámara subterránea, donde encontró Aladino la lámpara del Genio.

Gracias á la claridad de la noche hallé fácilmente el camino. Una hora después llegaba al castillo. Se me dijo que el doctor Desmarest estaba en el salón. Me apresuré á presentarme á él, y hallé allí como una docena de personas, cuyo continente acusaba su estado de preocupación y de alarma.

La mayor parte de los convidados abajo, en el salón, se preparaban a volver a Vetusta, otros preferían aceptar la hospitalidad que los Marqueses les ofrecían en el Vivero por aquella noche.

Palabra del Dia

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