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Actualizado: 23 de junio de 2025


Algunas veces sonreía la familia recordando las amenazadoras palabras de Pimentó. Aquel trigo que, según el valentón, nadie llegaría á segar, empezaba á embellecer á la familia. Roseta tenía dos faldas más y Batistet y los pequeños se pavoneaban los domingos vestidos de nuevo de cabeza á pies.

Y que no olvidase comprar hilo, agujas y unas alpargatas para el pequeño. ¡Criatura más destrozona!... En el cajón de la mesita encontraría el dinero. Y mientras la madre daba una vuelta en la cama, dulcemente acariciada por el calor del estudi, proponiéndose dormir media hora más junto al enorme Batiste, que roncaba sonoramente, Roseta seguía sus evoluciones.

Pero no; lo que llevaba al lado era un buen mozo capaz de defenderla; algo tímido y encogido, eso , con la cabeza baja, como si las palabras que aún tenía por decir se le hubieran deslizado hasta el pecho y allí estuviesen pinchándole. Roseta aún le confundió más. «Vamos á ver: ¿por qué hacía aquello? ¿por qué salía á acompañarla en su camino? ¿qué diría la gente?

En los crepúsculos de invierno, obscuros y muchas veces lluviosos, salvaba Roseta temblando más de la mitad del camino. Pero el trance más cruel, el obstáculo más temible, estaba casi al final, cerca ya de su barraca, y era la famosa taberna de Copa. Allí estaba la cueva de la fiera. Era este trozo de camino el más concurrido é iluminado.

Roseta era da toda la familia la más parecida á su padre: «una fiera para el trabajo», como decía Batiste de mismo.

Más cerca aún de la ciudad que en los otros días, salió al encuentro de Roseta. ¡Bòna nit! Pero después de la salutación de costumbre no calló. Aquel tímido parecía haber progresado mucho durante el día de descanso.

¡Mon pare!... gritó avanzando hacia la insolente . ¿Mon pare lladre?... Tórnau á repetir y et trenque'ls morros . ¿Mi padre ladrón?... Vuelve á repetirlo y te rompo los morros. Pero no pudo repetirlo la morenilla, porque antes de que llegase á abrir la boca, recibió un puñetazo en ella, al mismo tiempo que Roseta hundía la otra mano en su moño.

Cuándo levanta un poco su gorrilla para limpiar los cristales del vagón empañados por la humedad, se ven a plena luz sus ojos, hermosamente azules y de mirar dulcísimo, que corrigen por la expresión un poco dura y fría de todo el rostro. En la solapa de la negra americana se destaca con fuerza una roseta roja.

En la plaza de Alboraya, al entrar y al salir de la iglesia, Roseta, levantando apenas sus ojos, escudriñó la puerta del carnicero, donde la gente se agolpaba en torno á la mesa de venta. Allí estaba él, ayudando á su amo, dándole pedazos de carnero desollado y espantando las nubes de moscas que cubrían la carne.

También ella le quería; y toda la noche, hasta en sueños, estuvo oyendo, murmuradas por mil voces junto á sus oídos, la misma frase: «Perqu'et vullcNo esperó Tonet á la noche siguiente. Al amanecer le vió Roseta en el camino, casi oculto tras el tronco de una morera, mirándola con zozobra, como un niño que teme la reprimenda y está arrepentido, dispuesto á huir al primer gesto de desagrado.

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