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Actualizado: 21 de julio de 2025
Esta reflexión despertó en su espíritu el agradable recuerdo de la viuda y de la invitación que le hizo al despedirse. Precisamente entonces entraban en una especie de ancho barranco, al otro extremo del cual aparecía el cono puntiagudo de una torrecilla. ¿No es Rosalinda aquello? preguntó Delaberge. Sí, señor inspector general; este camino nos conduce a ella directamente.
Comprendíase que era una mujer noblemente expresiva, llena de una natural espontaneidad. ¿La señora Liénard está casada? preguntó en voz baja Delaberge a su vecina de mesa. No, es viuda... Hace más de dos años que perdió a su marido... Un señor no muy digno de ser amado... No tiene hijos y vive sola en Rosalinda donde está haciendo mucho bien.
En la cocina no había sino una criada, que encendió una bujía y le acompañó hasta su habitación, dándole después las buenas noches. Al cerrar Delaberge las ventanas del cuarto, pensó que Rosalinda estaba muy cerca y que al día siguiente, si quería, podría indemnizarse de su desencanto de aquella tarde haciendo una visita a la señora Liénard. Esta idea volvió la serenidad a su espíritu.
Delaberge, muellemente enternecido, y sintiéndose expansivo, aun a pesar suyo, se atrevió a hacer una tímida insinuación: ¡Esta Rosalinda es un paraíso!... Pero un paraíso en que se viva constantemente en compañía de sí mismo, puede a la larga hacerse monótono... ¿No ha pensado usted nunca en animar un poco esta soledad? La señora Liénard fijó sus límpidos ojos en su interlocutor.
Delaberge se volvió y al través de la bruma envolvió en una última mirada las casas grises del pueblo, el estanque en que los cañaverales temblaban, el repliegue del valle en que Rosalinda se escondía y lanzó un profundísimo suspiro.
¡Ah! murmuró sarcásticamente el joven Princetot. ¿Esto le extraña?... Aunque sabe usted disimular muy bien, le desagrada conocer que ha visto alguien su juego y ha descubierto el motivo de sus equívocas asiduidades. Mis asiduidades nada tienen de misterioso repuso el inspector general, levantando con indiferencia los hombros, y no tengo razón ninguna para esconderme cuando voy a Rosalinda.
Después de la comida en Rosalinda, al encontrarse de nuevo en la hospedería del Sol de Oro, ¿no había por un momento sentido la ilusión de verse a sí mismo apoyado de codos en la ventana de su antiguo cuarto? ¿No explicaba también esta singular semejanza la espontánea simpatía de la señora Liénard, apenas se vieron en casa de su amigo el inspector?
Para distraerse de tan hondas preocupaciones y quizás también con la esperanza de encontrar a Simón Princetot en Rosalinda, resolvió Francisco hacer una nueva visita a la señora Liénard. La perspectiva de pasar una hora o dos en compañía de la encantadora viuda le alegraba suavemente el corazón.
Quieren casarse con gentes de su mundo propio y mientras te engaña con palabras dulces y alegres sonrisas, la señora Liénard se deja hacer la corte por el inspector general. ¡Vaya, mamá! dijo Simón. ¡Qué sabes tú de eso! Lo sé muy bien afirmó la señora Miguelina; ¡si salta a los ojos!... Hace una semana que está aquí y le ha hecho ya tres visitas a la propietaria de Rosalinda.
Cuando volvían por la avenida principal, donde florecían sus hermosos rosales, la señora Liénard arrancó una rosa de púrpura y la ofreció a Delaberge con una mirada llena del más profundo reconocimiento: Deje que haga florecer sus manos... Por el camino aspirará usted el perfume de esta rosa y él le recordará mejor a su pequeña amiga de Rosalinda... Gracias, señor Delaberge, gracias... Ha sido usted muy bueno para mí... Bueno como un padre.
Palabra del Dia
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