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Actualizado: 21 de julio de 2025
Mientras la señora Princetot hablaba con su hijo y arrojaba en su pecho la mala semilla de los celos, el inspector general, conmovido lo mismo que un muchacho que acude a su cita primera, seguía a buen paso el camino de Rosalinda.
Se puso en pie y tendiendo su mano a Delaberge continuó: Buenas noches, señor, y hasta otro día, pues irá usted pronto a Val-Clavin... Vuelvo mañana a Rosalinda y aunque seamos enemigos, administrativamente hablando, espero recibir su visita durante su estancia en aquellos bosques.
Finalmente se murió el pobre hombre, y no he de decir que le lloré muy poco... A punto estuvo de hacerme odiar Rosalinda. ¿Vive usted en ella todo el año? ¿Cómo no? Apenas si voy dos o tres veces a Dijón o a Chaumont y sólo por asuntos de intereses. A los seis o siete días que estoy en la ciudad ya no tengo más que un deseo, el de volver a mi casa lo antes posible.
En la mesa el inspector general fue, naturalmente, puesto a la derecha de la señora Voinchet; enfrente sentábase su amigo y a su lado estaba la señora Liénard; de manera que Delaberge tenía frente a frente a la propietaria de Rosalinda y durante aquellos momentos de solemne quietud que suele reinar en los principios de toda comida pudo examinarla con sosegado detenimiento.
Recordaba la impresión de hondo disgusto que había dejado en su alma la primera visita que hizo Delaberge a Rosalinda... Por encima de los árboles del bosque, distinguía entonces las puntiagudas torrecillas de la casa de la señora Liénard y decíase que, sin duda, en aquel mismo momento se encontraba el inspector general conversando con la joven y aprovechando la ocasión para llevar a buen término sus propósitos matrimoniales... A esta idea, un acceso de ira le hizo subir la sangre a la cabeza mientras una angustia terrible le oprimía el corazón.
Porque he adivinado sus intenciones, porque sé lo que se propone con su perpetua dilación... ¡Esto le permite prolongar su estancia aquí y multiplicar sus visitas a Rosalinda! Delaberge le miró con honda estupefacción y de nuevo se sintió dolorido por la enemiga que brillaba en sus ojos. Me extraña dijo con acento de reproche que mezcle usted a la señora Liénard en nuestra discusión.
¡Oh! sí, mucho... Quizás no había usted nacido todavía. Pero recuerdo el país como si fuese ayer mismo. Veo perfectamente en mi imaginación el camino que lleva a Rosalinda, por el cual daba mi paseo cotidiano. Se penetraba en la hacienda por una calle plantada de fresnos, muy pequeñines entonces. Los fresnos han crecido y dan hoy una magnífica sombra.
Una excursión por el bosque me ha llevado a dos pasos de Rosalinda y no me habría perdonado jamás estar tan cerca de usted y no entrar siquiera a saludarla... Al acabar sus cumplidos vio Delaberge en el fondo del salón a un visitante que se había levantado al entrar él y que se disponía a despedirse. Era un joven de mediana estatura, de aspecto rústicamente elegante y de una evidente robustez.
Cuando esté en Rosalinda, no olvide usted ni una sola de mis recomendaciones... Y ahora, hijo mío, como no sabemos si hemos de vernos otra vez, venga a mí... Tomó a Simón entre sus brazos, le apretó con fuerza contra su pecho, y tuvo este abrazo tan comunicativos ardores, que el joven se sintió conmovido a su vez y besó a Francisco tantas cuantas veces le iba éste besando también...
Entonces se le ocurrió que el medio mejor para impedir que Francisco y Simón llegasen a más íntimas amistades era separar a aquellos dos hombres por medio de los celos, sirviéndose de la señora Liénard como de un seguro elemento de discordia. En el fondo temía la influencia que pudiera ejercer en su hijo la propietaria de Rosalinda.
Palabra del Dia
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