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Actualizado: 26 de junio de 2025


El poeta, con su corazón elevado y creyente, y con su amor inmenso, rasga el velo que oculta á los ojos de los mortales el reino de Dios; ábrese el cielo, lleno de nubes rosadas, que se mueven en todas direcciones, y de rostros angelicales resplandecientes, iluminando al linaje humano esos rayos sagrados, hasta los abismos más profundos de lo finito, hasta que todas las miserias de la tierra desaparecen ante el esplendor del astro del cielo.

Doblegábanse los nispereros con el peso de los amarillos racimos cubiertos de barnizadas hojas; asomaban los albaricoques entre el follaje como rosadas mejillas de niño; registraban los muchachos con impaciencia las corpulentas higueras, buscando codiciosos las brevas primerizas, y en los jardines, por encima de las tapias, exhalaban los jazmines su fragancia azucarada, y las magnolias, como incensarios de marfil, esparcían su perfume en el ambiente ardoroso impregnado de olor de mies.

En casa, la señora de Pez, cambiando a veces el estilo conminatorio por el comparativo, ponía por modelo a sus hijos la virtud de Luisito Sudre, el de Tellería, que era un santo en leche, y ya se daba zurriagazos en sus rosadas carnes.

Ella había pensado a menudo, bien que fuera con una idea de renunciamiento, que un traje de novia para ser perfecto debía ser de algodón blanco, sembrado a largos trechos con florecitas rosadas minúsculas. Así es que cuando la señora Godfrey Cass le quiso dar uno y le pidió que eligiera, Eppie estaba preparada por una reflexión anterior para dar sin hesitación una respuesta decisiva.

Sus rosadas desnudeces y atrevidos gestos contrastaban con la faz dolorosa de un gran Cristo que parecía presidir el salón, ocupando la mayor parte del muro sobre el estrado, entre dos puertas. «La Papisa» reconocía lo pecaminoso de estos adornos mitológicos; pero eran recuerdos de la buena época, de cuando mandaban los caballeros, y los respetaba, procurando no verlos.

Allá van, pues, gozosos y tranquilos: los mancebos renunciando á sus doradas esperanzas, á su brillante porvenir, á la ciencia, á los honores, á la gloria, al amor, á todo lo mundano; las madres despidiéndose para siempre de sus inocentes hijuelos, en quienes se compendian para ellas todos los placeres de la tierra, y estampando en sus rosadas megillas el último beso, que reciben dormidos, ignorantes de su próxima horfandad.

Saltaban en las sendas los pardos conejos, con su sonrisa marrullera, enseñando, al huir, las rosadas posaderas partidas por el rabo en forma de botón; y sobre los montones de rubio estiércol, el gallo, rodeado de sus cloqueantes odaliscas, lanzaba un grito de sultán celoso, con la pupila ardiente y las barbillas rojas de cólera.

El camino nuevo de Possilipo, obra del rey Murat, costeaba el golfo, elevándose lentamente por la falda de la montaña, haciendo cada vez mayor el declive entre su calzada y el borde del mar. En esta pendiente asomaban las «villas» sus fachadas blancas ó rosadas entre los esplendores de una vegetación siempre verde y lustrosa.

Era un chisporroteo de fuegos amarillos, de lomos azules, de aletas rosadas. Salían de las cuevas plateados y vibrantes como relámpagos de mercurio; otros nadaban lentamente, panzudos, casi redondos, con una cota de escamas de oro.

A lo lejos, ese cabrilleo de las ondas atrae bandadas de fulgas, garzas reales, alcaravanes, flamencos de vientre blanco y alas rosadas, alineándose para pescar a lo largo de las márgenes, disponiendo sus diferentes colores en una larga faja igual, y además ibis, verdaderos ibis de Egipto, que parecen estar en su propia casa entre ese espléndido sol y ese mudo paisaje.

Palabra del Dia

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