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Las chicas de Lantigua y la Sudre invadieron desde muy temprano la habitación de doña Tula, que por razón de su cargo bajó muy emperejilada, dejando el gracioso rebaño a cargo de una señora que la acompañaba. ¡Cuánto de divirtieron aquel día, y cuánto hicieron rabiar a los pollos Leoncito, Federiquito Cimarra, el de Horro y otros no menos guapos y bien aprovechados!

La pintoresca habitación, que a causa del calor estaba medio cerrada y en la sombra; la luz que entraba filtrada por la tela de los trasparentes, iluminando con tropical coloración las enormes flores de estos; el tono bajo de tapiz descolorido que tenían todas los cosas en aquella soñolienta cavidad; los ligeros carraspeos de doña Cándida y sus bostezos, discretamente tapados con la palma de la mano; la hermosura de María Sudre que no parecía cosa de este mundo; el mozambique de Rosalía con pintitas que mareaban la vista, y finalmente el lento arrullo de las mecedoras y el chis chas de los abanicos de cinco o seis damas, eran otros tantos agentes letárgicos en mi cerebro.

Pero no he podido conseguir que nos den dos reservados como otros años, sino uno solo. ¡Qué injusticia!... Yo le digo a Sudre que este es el pago que le dan por defender en el Senado a la Compañía como él la defiende, contra viento y marea. Me pongo nerviosísima los días de viaje.

En casa, la señora de Pez, cambiando a veces el estilo conminatorio por el comparativo, ponía por modelo a sus hijos la virtud de Luisito Sudre, el de Tellería, que era un santo en leche, y ya se daba zurriagazos en sus rosadas carnes.