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Actualizado: 23 de mayo de 2025
No insistió la anciana; sospechó, tal vez, que motivos muy justos me obligaban a no visitar a mi amigo, y se limitó a decirme: Bueno; harás lo que quieras... pero no dejes de ir a la casa de don Crisanto; no dejes de ver a don Román.... ¡Iré, iré de mil amores! El doctor no estaba en su casa. Le encontré en la calle, cerca de la Parroquia, y hablamos largamente. ¿Te vas mañana?
El Cuervito, Román un gajo de cierta familia, en que padres, hijos, hijas, tíos y tías, eran del arte, abarcando todas sus variedades, se metió de gato en casa de un inglés, en la calle Corrientes, y su respiración fatigosa pues era asmático le traicionó, valiéndole un balazo y una buena condena.
Enseguida de éstos, aparecieron en la salona otros dos personajes de gran cuenta, que me impusieron mucho por su apostura y atalajes, tan diferentes de todo lo que se usaba por allí y de lo que a la sazón me rodeaba. Eran nada menos que el ilustre caballero don Román Pérez de la Llosía y su yerno don Álvaro de la Gerra. Iban desde Santander, donde residían, y habían hecho el viaje en dos jornadas.
José Martí, por Román Vélez Le conocí y traté en New York el año de 1891. Me consagró su amistad. La amistad es la única rosa que no tiene espinas. La única fuente arrulladora que no tiene lodo. Fui su amigo en el trajín social de pocos meses. Soy su amigo perdurable por el recuerdo y la memoria.
Pero es lo cierto que don Román me quiso siempre como a un hijo; que me trató con suma benevolencia; que pocas veces sintieron mis manos los golpes de su férula, y que el buen anciano, no obstante su pobreza, me dio lecciones durante dos años, sin exigir de mis tías extipendio alguno. Me apenó ver a mi maestro tan triste y abatido, cuando estaba tan cerca del sepulcro.
Una mañana, después de haber tenido Román una de esas cotidianas zambras de moros y cristianos, gutibambas y muziferreras, se dijo: Pues, señor, esto no puede durar más tiempo, que penas más negras que las que paso con mi costilla no me ha de deparar su Divina Majestad en el otro mundo. Bien dijo el que dijo que si el mar se casase había de perder su braveza, y embobalicarse.
Mi hombre prosiguió: Amigo: ¡sepa usted que en esa materia no le temo a nadie, ni a López su maestro de usted, que lo vale, lo vale para eso de los tiquismiquis gramaticales! Larga y erudita polémica tuvimos él y yo. Escribimos más que el Tostado. Román decía que debe decirse «villaverdino»; yo, que debemos decir «vilarverdino». La victoria fué para mí.
Pronto supe que en todos los corrillos, en todos los mentideros, en cada casa, decían y repetían que estaba yo enamorado; que me bebía los vientos por la hija del acaudalado dueño de Santa Clara. Una tarde recibí una cartita de don Román, una esquela muy punticomada, escrita gallardamente, con aquella la excelente letra de Palomares que años atrás dió a mi maestro fama de habilísimo pendolista.
A decir verdad, nunca valí gran cosa ni por la conducta ni por la aplicación; de seguro que pocos estudiantes dieron más guerra que yo al pomposísimo maestro. Pero tal era de bondadoso el señor don Román. Cuando estaban en sus bancos, todos eran flojos, incapaces, asnillos; luego, con excepción de aquellos por extremo perdularios, todos resultaban excelentes, cumplidos, aprovechados.
¡Qué suicidio ni qué ocho cuartos! exclamó Román, descendiendo listamente de su árbol apenas se alejó el mendigo . Pues Dios me ha venido a ver, aprovechemos la ocasión y empuñémosla por el único pelo de la calva. ¡Arbol feliz el que tal abono tiene!
Palabra del Dia
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