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Estaba sentado en una escarpa, junto al borde del ventisquero, cuando al desmoronarse una piedra le hizo perder el equilibrio, y sin poder valerse resbaló por una hendidura que se abría entre la roca y la compacta masa de hielo, hallándose de pronto como en el fondo de un pozo, en el cual apenas vislumbraba un reflejo de la claridad del cielo.

Escúchase un redoble: La infantería inmoble Sus armas descargó. Y al ver sus bayonetas «Á la carga, cornetasZacarías gritó. Y todos enristraron Y en pos de él se arrojaron Sus lanzas á estrellar. ¿El plomo y la metralla, El foso y la alta valla Su furia detendrá? Proteja Dios al fuerte Que va á retar la muerte Cargando con valor! Y si caer le toca, Caiga como una roca Con ímpetu y fragor.

No, soy inglés. He nacido en Gibraltar. Soy un escorpión de roca, como nos llaman en Inglaterra a los del Peñón. Me llamo Small, Ricardo Small. Mi padre era inglés, mi madre, gaditana; por eso hablo regularmente el español. Regularmente, no, muy bien; bastante mejor que yo. ¡Muchas gracias! Le explicaré en las menos palabras posibles el asunto que nos trae aquí.

En la marea baja, entre las rocas cubiertas de líquenes, solían verse charcos tranquilos, olvidados al retirarse el mar. Muchas horas he pasado yo mirando estos aguazales. ¡Con qué interésCon qué entusiasmo! Bajo el agua transparente se veía la roca carcomida, llena de agujeros, cubierta de lapas.

Se presentaba en su imaginación lo bien que se portaba Echeloría, huraña como un gato y firme como una roca, veía el desprendimiento regio y la nobilísima conducta de Salomón, y se consideraba indigno, y quería, al recordar sus infidelidades con Chemed, que se abriese la tierra y le tragase.

Al tiempo que en la mar brava se emboca, Al un cabo dos islas, como hermanas, Estan, que cada cual parece roca. Los Castillos se dicen, muy cercanas Al cabo que nombré Santa Maria, Que poco de estas islas se desvía. Al otro cabo, Blanco le llamamos, El cual en la mar entra mas derecho Y mas bajo, y por esto navegamos, Por mas seguro este otro, un poco trecho.

Zelayeta se puso a proa con el bichero, y Recalde y yo, unas veces remando y otras empujando contra las rocas, avanzamos despacio. De pronto, Zelayeta gritó, mientras apretaba con el bichero: ¡Eh! Parad. ¿Qué pasa? Hay que pararse. Perdemos fondo. El bote iba rasando la roca. Nos detuvimos. Estábamos a veinte pasos del barco.

Con frecuencia disfruté allí la melancolía de la noche, ya me paseara por los obscuros arenales, ya desde lo alto de la población que corona la roca me entretuviera viendo esconderse el rey de los astros detrás del horizonte un tanto nebuloso.

Enrojecióse la espuma de las olas y la costa pareció por unos instantes de lava en ebullición. Al resplandor de esta luz de tempestad, Jaime contempló a sus pies el vaivén de las aguas lanzando sus chorros rugientes en las oquedades de la roca, bramando y retorciéndose con espumarajos de cólera en las tortuosas callejuelas de los escollos.

La fuente de la juventud del porvenir encontraráse en estas dos cosas: la ciencia de la emigración y el arte de aclimatarse. Hasta el presente, el hombre es un cautivo como la ostra sobre su roca. Si emigra algunos pasos más allá de su zona templada, sólo encuentra la muerte.