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Los guijarros relucientes están alineados a lo largo de la playa; el mar se extiende como una sabana azul bajo el riente cielo; a lo lejos se ven cruzar las velas blancas, y sobre la escollera las parisienses abren sus sombrillas de color de rosa.

El mismo fatalismo que aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás compañeros, le dictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en cuanto pudiera. Y si esta ambición no estaba en todos los pechos, todos los peones comprendían esa mordedura de contra-justicia, que iba, en caso de llegar, a clavar los dientes en la entraña misma del patrón.

Después, los fondos del escenario en que descollaba tan gentil figura: antes desnudos, fríos, yertos, encharcados en agua o amortajados en nieve; ahora la Naturaleza riente y vestida con la pompa de sus mejores galas; los prados verdes y lozanos, los montes frondosos y habladores con el rumor de las brisas jugueteando en su follaje y esparciendo por todo el valle la fragancia más exquisita.

Desde aquel lugar, la vista se extiende sobre un inmenso valle que se cruza y se despliega con gracia entre las laderas de los bosques y cuyo aspecto riente y tranquilo encanta el corazón.

En el aire perfumado de los bosques la riente imagen de la señora Liénard se le aparecía con mayores atractivos aún; veía sus ojos límpidos, su frente pura y la morbidez de sus mejillas aterciopeladas, la gracia de sus labios... Se apoderaba de él una profunda melancolía al pensar que todas esas delicias, que todas esas suavidades de la intimidad femenina no se habían hecho para él.

En ellos cautiva la augusta personilla por cierto aspecto inocente y travieso, cándido y malicioso que le imprime una gracia superior a toda ponderación: para aumentar el encanto parece, además, que existe indudable relación entre su edad y el riente paisaje que le rodea.

Elena, la discípula del presbítero, se marchaba en aquel momento, aunque no eran más de la diez. Su tío, un señor viejo, bajo y regordete como ella, de labios abultados y fisonomía riente, que andaba por los rincones solitario, no consentía retirarse después de esta hora. La niña, que era vivaracha y traviesa, al despedirse con ruidosos besos de sus amigas, procuraba ponerle en ridículo: «Qué quieres, hija; mi tío se empeña en hacer competencia a las gallinas. Voy a leerle la vida del santo del día. No puede dormirse sin enterarse de los martirios de Santa Irene o San Lorenzo. Adiós, adiós; pedid a la Virgen que sane mi tío de la cabeza».

Aquel riente espectáculo, que parecía impregnado de la gracia y la alegría de mi Gloria adorada, perdió de pronto su encanto. Nada me decía. Su vida no era la mía. El espíritu de belleza vivo y ardiente que lo animaba rechazaba el mío, serio y contemplativo.

El entusiasmo fué su gran energía, lo mismo en la miseria desolada, sin más fortuna que su absurdo chaquet que en las horas efímeras de prosperidad. Siempre hablaba a gritos, de literatura, de teosofía, aquel buen hombre franco, bebedor y mujeriego todo lo que fuese desbordamiento de emoción y de romanticismo que, a pesar de su cabello cano, tenía en los ojos tan riente derroche de juventud.

Porque nuestro Jerez y nuestro Málaga, con su color amarillo sombrío, me parecen tan tristes como el canto de una dueña; mientras que el color rosado y riente de este champaña me llenan el alma de alegría. ¡Dios de verdad! Es como si oyese a mi Juana rasguear en mi guitarra un vivo bolero. Por mi fe; viva el vino de Francia repuso dejando tan vivamente el vaso sobre la mesa, que lo rompió.