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Actualizado: 18 de mayo de 2025
Don Marcelo experimentó de pronto la tristeza y la desorientación de estos militares. Tampoco él comprendía. Vió lo inmediato, lo que todos podían ver: el territorio invadido sin que los alemanes encontrasen una resistencia tenaz; departamentos enteros, ciudades, pueblos, muchedumbres quedando en poder del enemigo á espaldas de un ejército que retrocedía incesantemente.
Retrocedía ahora con lentitud hacia un extremo de la mesa ocupado únicamente por gentes de baja condición: atletas de los que manejaban la máquina monta-platos. Un doctor se fué despegando lentamente del grupo que había precedido á la litera de Momaren y pareció seguir de espaldas, fingiéndose distraído, la retirada de Ra-Ra.
A veces, una figura, rastreando, se adelantaba en el espacio iluminado; espiaba, forcejeaba en las carretas, y al sentir la luz de la luna sobre su cara, retrocedía rápidamente, fundiéndose en la obscuridad; y como el techo del cobertizo era bajo, brillaba un momento algún hierro de lanza inclinado. ¿Qué queréis, canallas? rugí en portugués.
Además, ¿qué amor era el suyo que retrocedía ante una resolución enérgica; siempre cobarde e indeciso cuando se trataba de conservar una mujer por la cual se habían muerto o arruinado hombres más ricos, más poderosos, ligados a la vida por atracciones que él jamás había gozado en su monótona existencia?... No te irás repetía con sorda firmeza.
Ahora, la celebridad traía á sus brazos damas de alta posición, pero con un pasado inconfesable, ansiosas de novedades y excesivamente maduras. Esta burguesa que marchaba hacia él y en el momento del abandono retrocedía con bruscos renacimientos de pudor representaba algo extraordinario. Los salones de tango experimentaron una gran pérdida.
Partía de una ciudad para trabajar en el otro extremo de España, y cuatro días después retrocedía, toreando en una población inmediata a aquélla. Los meses del verano, que eran los más abundantes en corridas, casi los pasaba en el tren, en un continuo zigzag por todas las vías férreas de la Península, matando toros en las plazas y durmiendo en los trenes.
Tienes que pasar tu brazo en torno de su cuerpo me gritaba una voz interior, de lo contrario no descansará bien. Dos veces, tres veces, traté de hacerlo, pero retrocedía de espanto. ¡Si Marta fuera a despertarse bruscamente! Pero no, sus ojos nada veían, sus oídos nada oían. Y me decidí... Entonces se apoderó de mí una alegría desatinada.
El hombre que había pronunciado estas palabras, que había adelantado sombrío y letal y que había cerrado por dentro la puerta, era el bufón del rey. El sargento mayor retrocedió sorprendido. En su semblante apareció la expresión del espanto. Doña Ana miró con terror al bufón. Y el bufón adelantó pálido hacia el sargento mayor, que retrocedía.
Y volviendo a clavarle sus ojos irritados, amenazadores, le gritó con rabia: ¿Qué hace usted ahí plantado? ¡Salga usted inmediatamente! ¡Salga usted! ¡salga usted! repitió con grito cada vez más alto. Pero cuando el indiano retrocedía ya hacia la puerta ella se lanza de pronto fuera, sale disparada por los pasillos y, al llegar cerca de la escalera, cae atacada de un síncope.
Alguna vez desde el fondo del susodicho abismo le llamaba la tentación; entonces retrocedía el sabio más pronto, ganaba el terreno perdido, volvía a las calles anchas y respiraba con delicia el aire puro; puro como su cuerpo; y para llegar antes a las regiones del ideal que eran su propio ambiente, cantaba la Casta diva o el Spirto gentil o el Santo Fuerte, y pensaba en sus amores de niño o en alguna heroína de sus novelas.
Palabra del Dia
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