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Actualizado: 12 de junio de 2025
Y después me encontré en mi cuarto, adonde Roberto me había llevado. ¿Cómo describir mi espanto cuando reconocí en el espejo mi cara descompuesta, cubierta por el sudor de la angustia, la carcajada que solté, el horror que me causó mi propia risa, mientras que, desfalleciente, oía resonar en mis oídos el deseo, repetido por todas partes por mil voces celosas que se reían burlonamente y cuchicheaban: «¡Oh, si ella muriera!»
Estaban alegres, rebosando satisfacción por los ojos; pero las piernas no respondían a aquella eterna juventud de sus corazones: caminaban apoyándose en sendas muletas y agarrándose con la mano libre al brazo de sus acompañantes. Fueron recibidas con vivas y hurras. Se oyeron asimismo algunas frases harto familiares, de esas que nadie más que las benditas de Meré consentían y reían.
Y estos medio hombres hablaban, fumaban, reían, satisfechos de ver el cielo, de sentir la caricia del sol, de haber vuelto á la existencia, animados por la soberana voluntad de vivir, que olvida confiada la miseria presente en espera de algo mejor.
Soy tu lavandera, ¿no me has conocido? respondía el joven. ¡Oh, mi lavandera no es tan pícara como tú! La careta me hace ser pícara; sin careta soy muy inocente. Vamos, máscara, dime quién eres; has conseguido interesarme... si me lo dices, prometo guardarte el secreto. El joven se obstinaba en sostener que era la lavandera; ambos se reían de aquel disparate.
Hacer hablar con propiedad á un rudo gañán, describir con exactitud las costumbres de un país no basta para merecer el nombre de insigne novelista. Los griegos se reían de los pintores de bodegones.
Y se quedó dormida con ellas, y con ellas, Que se reían bajo la luz de las estrellas, Lámparas de oro puestas en el celaje cónico, Flora, a la luz del alba amaneció abrasada, Completa y dulcemente, de muerte perfumada. ¡Las flores la mataron con su ácido carbónico! Y Dios cogió una vara de estrellas encendidas Para prenderle fuego al cráter del volcán.
Doña Manuela huyó de este estrépito, que la ponía nerviosa; pero antes de llegar al Principal hubo de detenerse entre sorprendida y medrosa. En el arroyo, la gente se arremolinaba gritando; algunos reían y otros lanzaban exclamaciones indecentes, chasqueando la lengua como si se tratara de una riña de perros.
Hacían memoria de su vida nocturna con la pillería de la Alameda de Hércules. Se reían de sus calzones rotos y de las blancas ropas que se escapaban por el rasgón. ¡Qué se te ve! gritaban voces atipladas, con acento femenil. Gallardo, protegido por las capas de los compañeros, aprovechaba todas las distracciones del toro para herirlo con su espada, sordo a la rechifla del público.
Algunos días el Delfín ofrecía regalos y dinero a su amante; pero esta no quería tomar nada. Se le había encajado en la cabeza una manía estrambótica, de que ambos se reían mucho, cuando ella la contaba. Pues la manía era que Juanito no debía ser rico.
A pesar de los mil murmullos y gritos de tan gran número de gentes, que reían, chillaban, hablaban o disputaban, el majestuoso sonido del órgano y el canto sagrado de los frailes, repercutiendo en las altas bóvedas del templo, salía a veces de él y se difundía en ráfagas sonoras sobre los asistentes que se hallaban más cerca.
Palabra del Dia
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