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Actualizado: 1 de julio de 2025


Huberto miró varias veces hacia atrás, como atraído por el fluido de las miradas de María Teresa; después, su silueta se desvaneció, lejana, entre el polvo del camino y los últimos reflejos de una aglomeración de nubes blancas. Cuando el joven hubo desaparecido, María Teresa cerró los ojos un instante. No lo veía ya, pero conservaba su imagen.

La vasta sábana de la ría, en vez de los tristes y metálicos reflejos del invierno, dejaba escapar ahora hermosos destellos azules, y las cáscaras de nuez, llamadas barcos por mal nombre, cabeceaban impacientes en la dársena como otros potros preparados a salir.

Una vez que ha cumplido su deber, Juan vuelve la espalda al tiro; entra en el bosque, donde no se oyen gritos ni conversaciones, donde sólo el eco de los disparos rueda dulcemente por el aire. Se deja caer sobre el césped y dirige sus miradas a los pinos, cuyas finas agujas, bajo el sol del mediodía, lanzan reflejos como cuchillitos aguzados.

Su cabellera que señala sobre su frente un espeso relieve, arroja á cada movimiento de su cabeza reflejos ondulosos y azulados; su delicada nariz parece copiada sobre el divino modelo de una madona romana, y esculpida en nácar viviente.

Sus pasiones eran las mismas; sus pensamientos, que consideraban propios, eran destellos y reflejos de otros pensamientos remotos; y todos los actos que tenían por buenos o malos merecían esta clasificación inmutable, porque así lo habían decidido los muertos, los tiránicos muertos, a los que el hombre tendría que matar de nuevo si deseaba ser libre realmente... ¿Quién llegaría a realizar esta gran hazaña libertadora? ¿Qué paladín tendría fuerzas suficientes para matar al monstruo que pesaba sobre la humanidad, enorme y abrumador, como los dragones de las leyendas que guardaban bajo su corpachón inútiles tesoros?...

Esto me recuerda una de la mayores humillaciones de mi vida, un día en que mi pobre tía me sorprendió encaramada en una silla delante de la chimenea del comedor, con la nariz pegada al tremó, que tenía reflejos verdes, para verme más de cerca. Mi tía se indignó enormemente y me llevó, toda temblorosa, hasta la sacristía, donde estaba usted escribiendo en un gran librote.

Todos volvieron la vista en la dirección indicada por el joven, y descubrieron a gran distancia una luz extraña que se destacaba en las tinieblas. No parecía que la produjera un incendio, como el joven había supuesto; pero tampoco era fácil adivinar su verdadera causa. Parecía como una niebla luminosa con reflejos dorados y plateados.

Permanecía yo en mi sitio predilecto hasta que las sombras invadían la ciudad, hasta que se apagaban en los horizontes y en las cimas los últimos reflejos del sol, y Villaverde encendía sus luces, y Véspero, el amado Véspero, bañaba la vega en apacible y misteriosa claridad.

Don Carlos, en efecto, era un morenito muy salado de veintidós á veintitrés años. Sus vivos y grandes ojos resplandecían con el fuego de la inspiración. Su cabellera negra, ya sin polvos, lucía y daba reflejos azulados como las alas del cuervo. Los movimientos de su boca al hablar eran graciosos. Los dientes que dejaba ver, blancos é iguales; la nariz, recta, y la frente, despejada y serena.

Es preciso decirlo: contaré entre las más dulces horas de mi triste vida, las que pasé contemplando, sobre aquella noble fisonomía, los reflejos de un cielo radioso, mezclado á las impresiones de un corazón valiente.

Palabra del Dia

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