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Pero era uno de esos hombres que son ya maduros a los veinte años, y Raúl, que se creía más joven, no tomó la frase por un cumplimiento. En fin, una noche, creyó oír a la marquesa de Luchessi pronunciar detrás del abanico el epíteto de «Viejo verde». ¿Iba él a representar el papel del tío Neris o tendría que resignarse a desistir de todo?...

El joven, pues, le dijo tomándola afectuosamente las manos y atrayéndola hacia su pecho hasta sentir latir su corazón: Vaya, vaya, querida hija mía, ¿quieres secar esas lágrimas y responderme cuerda y razonablemente? ¿No estoy aquí yo, tu protector, tu marido? Cuéntamelo todo en detalle. ¿Qué quieres que te diga, Raúl? Tu madre me ha echado. ¡Echarte!

Las pocas noticias adquiridas por los dependientes en casa del notario Hardoin no habían hecho más que aumentar su curiosidad y, mientras seguía con mirada distraída las espirales azuladas que flotaban delante de él como una ligera nube, iba evocando la delicada silueta que se le había aparecido en un marco de follaje a través de la bruma matutina. ¡Raúl!

Te embriagaste allí con la presencia de la que era para ti el universo, y excitado por los celos, animado por la resistencia que mismo te oponías, iluminado por algún acontecimiento fortuito que tal vez en el momento en que ni siquiera lo sospechabas, ha alumbrado tus propios sentimientos, has leído con espanto en tu propio corazón, y convencido de que si continuabas luchando sucumbirías en la lucha, has tomado un partido extremo, una resolución desesperada; has venido, en fin, a pedirme la mano de Antoñita para Raúl.

¡Es, sin embargo, bastante fea! dijo Raúl protestando y englobándola en su aversión a las hijas de Albión, cuya vista solamente le daba el «spleen».

Raúl mismo se había dejado engañar, y al verla tan resignada, tan valerosa y tan tranquila, había experimentado un alivio mezclado de despecho... ¡Se consolaba, según él, muy fácilmente!

Es preciso que te distraigas y no te encierres en una alcoba de enfermo. Liette no regateaba nada de esto; era muy feliz. Después de las mortales angustias que acababa de pasar, su corazón se dilataba con esta nueva esperanza: ¡Dios me conservará mi madre! Bien puedes dar las gracias a ese buen don Raúl decía la enferma; sin él, nunca me hubiera decidido a semejante viaje.

Pero, al fin, se arregló todo. Felipe subió a la vetusta berlina de los condes, y Raúl y Amaury siguieron en el cupé de este último. Llegaron a la casita de la calle de Angulema en la cual Amaury no había puesto los pies hacía ocho meses: los criados eran los mismos y al verle prorrumpieron en exclamaciones de alegría, a las cuales respondió Amaury vaciando sus bolsillos con amarga sonrisa.

Raúl buscó la autorización de aceptar en la clara mirada de Liette... Ya conoce usted los talentos culinarios de Mariana.

¡Con el diablo a cuatro! Va a ser la guerra de los capuletos y montescos, agramonteses y beamonteses, federales y unitarios, una guerra civil encarnizada. Pero venceremos. Tenemos de aliado al amor, que es como tener de nuestra parte a Dios. Hay que hablar con Jorge y con Raúl esta noche misma. Hay que trazar la batalla con nuestro estado mayor.