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Quizás todas aquellas invocaciones que la señora hizo a los santos obtuvieron buena acogida, y algún ángel inspiró al ratoncito Pérez la idea de dejar para otra vez el recuento de sus ahorros. Pero la Pipaón no las tuvo todas consigo hasta que no le vio guardar la arqueta, ponerla en su sitio cuidadosamente, como se pone en la cuna un niño dormido, y echar la llave a la gaveta.

A solas desahogaba la dama su oprimido corazón, pronunciando mudamente alguna frase iracunda, rencorosa: «Maldito cominero, ¿cuándo te probaré yo que no me mereces?... ¿No comprenderás nunca que una mujer como yo ha de costar algo más que un ama de llaves?... ¿No lo comprendes, bobito, ñoñito, ratoncito Pérez? Pues yo te lo haré comprender».

Hacía planes de emancipación gradual, y estudiaba frases con que pronto debía manifestar su firme intento de romper aquella tonta y ridícula esclavitud; pero todos sus ánimos venían a tierra cuando consideraba el gran bochorno que caería sobre ella, si el bobito descubría la exploración hecha en el doble fondo del arca del tesoro. ¡Cristo Padre, cómo se iba a poner!... Grandísima falta había ella cometido al sustraer aquella porción de la fortuna conyugal, pues aunque la conceptuaba muy suya, no debió tomarla sin consentimiento del propio ratoncito Pérez... Pero mayor había sido su yerro al creer que con semejante hombre se podían tener bromas de tal naturaleza.

Por la mañana, cuando llevó el chocolate a Bringas, hallole alegre y decidor, tarareando canciones. Ella, por el contrario, se acobardaba considerablemente. Más tarde, Cándida, que era la encargada de traerle de casa de Sobrino las compras, para no infundir sospechas al ratoncito Pérez, le llevó varias cosas.

Gracias que saliese de allí una corbata para Paquito y otra para el excelso pescuezo del ratoncito Pérez.

Gozaba extraordinariamente con aquel espectáculo Alfonsito Bringas, que habría deseado encargarse del trasporte de todo en carros de su propiedad. Al ratoncito Pérez daba lástima verle. Apoyado en el brazo de su señora, andaba con lentitud, la vista perturbada, indecisa el habla.

Empezó por no tomarla muy a pechos y por no importársele mucho que el ratoncito Pérez creyera o no lo que ella decía. Ya estaba resuelta a explicar sus irregularidades con la incontrovertible lógica del porque , cuando un acontecimiento gravísimo vino a librarla de aquella pena, porque el aduanero se volvió como tonto y olvidó completamente sus papeles.

Aguardó hasta la tarde, impaciente y llena de ansiedad, y viendo que el ratoncito Pérez no mentaba para nada al tal Arcachón, aventurose a decir: «Pero en fin, ¿qué contestas a Agustín? Yo te diré que por mi parte, aunque me repugna vivir con esa gente... ya ves, por los niños...». ¡Qué niños ni qué ocho cuartos!