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Actualizado: 11 de julio de 2025
Por eso me atreví a decirle a Raquel un día en que ponderaba el sacrificio que había hecho casándose con él, y la tristeza de consagrar su juventud a cuidar a un anciano achacoso: Vamos, tenga usted paciencia, que eso no durará mucho. Al fin se encontrará usted joven y con una buena fortuna. Sí, sí, eso me decían mis amigas al casarme; pero va durando demasiado.
Su situación me inspiraba gran curiosidad. A la luz de la vela, que el monaguillo arrimó al lecho, pude ver el rostro de la enferma. Raquel no era la misma. Todos sus rasgos fisonómicos se habían descompuesto: la nariz, ya grande, era ahora monstruosa; los ojos, más abombados, vidriosos, sin expresión alguna; las mejillas, hundidas.
El Agamenón vengado se prestaba aún menos que la Raquel á restaurar el brillo del drama castellano. Pero si La Huerta tenía pocas facultades para autor dramático, era aún más limitada su vocación de crítico.
Ha sido una falta, lo reconozco; pero crea usted que hay algunas cosas que la atenúan un poco. En primer lugar, Raquel es hija de un antiguo amigo mío. Hace cuatro años se quedó huérfana y sin recurso alguno. Necesitó irse a vivir en compañía de una hermana que tiene casada.
Aquí estoy, mamá, no alborote, aquí estoy contestó por último Judit, haciendo lo posible por soltar la mano de su galán, que retenía con fuerza para que no se marchara. No te muevas de acá, bribona; no te me separes. Ven tú también, Raquel. ¡Ay, Jesús! ¡bien me decía tu padre!
RAQUEL. ¿Qué quieres decir con eso...? TERESA. ¡Nada! ¡Oh! ¡Nada...! ¡Había corrido el rumor de tus esponsales con él...! RAQUEL. ¡Es una calumnia infame...! El señor Pont-Dugard me ha cortejado, como lo ha hecho con todas... ¡Así lo exige su profesión...! Pero tú sabes de sobra que no está libre... Tiene un compromiso... ÁGATA. ¡Bah! ¿Quién es...?
Adriana, en tanto, entendiendo todo lo que decían, a través de las lágrimas, los ojos asombrados de Raquel, recordó las veces que se había complacido en humillarla. El remordimiento, un remordimiento íntimo, amargo, le llenó el corazón. Su antigua maldad le pareció incomprensible.
Si no me casara con Muñoz, tendría que morir. ¡Y Julio también tendría que morir! ¿Comprendes, Raquel? Porque ya nada podría detenernos, yo sería suya, sería suya sin casarme, esto lo sé, lo siento, y después los dos moriríamos sin remedio, para purificarnos y para escapar al pensamiento de Laura.
Raquel, agachada bajo los golpes de Adriana, abría un medallón que llevaba al cuello con el retrato de su padre y exclamaba sollozando: "Para que papá vea lo que tú haces". Después, sobrecogida, se echaba a correr, seguida de Adriana y cubriéndose la cabeza con las manecitas abiertas. Pero Adriana ya no corría para pegarle, sino enloquecida de súbita piedad.
Atravesó de nuevo la pequeña nave. Casi no sentía el suelo bajo los pies. El hombre de cabeza crespa aguardaba a que ella saliera para cerrar las puertas del templo. Puedes leerla también, ya no quiero tener ningún secreto para ti. Has vuelto a ser mi hermana querida. Adriana, diciendo esto, retuvo a Raquel y leyeron juntas una carta que le habían traído de Muñoz.
Palabra del Dia
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