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Actualizado: 8 de julio de 2025


Hiciéronse las instrucciones, asistiendo á ellas con otros Capitanes Ramon Montaner, uno de los escritores de mayor crédito, que intervino siempre en los consejos y ejecuciones más graves de esta expedicion.

D. Miguel se plantaba en casa de Cosme, cogía a Marcelino por las orejas, le daba tres bofetadas de cuello vuelto, y a los quince días, quieras o no, los tenía casados. Que Ramón el confitero le negaba a D. Cipriano dos mil reales que éste le había prestado sin recibo.

A primera vista parece estraño que un Rey de Castilla haga una confirmacion, pero el que esté instruido en la historia recordará, que habiendo instituido el Rey D. Alonso el batallador herederos á los templarios, y á las milicias del Sepulcro y del Hospital, los aragoneses desestimando tan estraña disposicion, eligieron por rey á D. Ramiro el Monge, con cuyo motivo aprovechándose el rey de Castilla, llamado tambien D. Alonso, de la guerra que se habia encendido entre el rey D. Ramiro y D. Garcia, que lo era de Navarra, entró en Aragon, y se apoderó de Zaragoza y su comarca, tomando entonces el título de Emperador, y reteniendo estas conquistas, hasta que habiendo casado la hija de D. Ramiro Doña Petronila con D. Ramon Berenguer Conde de Barcelona, fué este á visitar al Emperador D. Alonso y obtuvo que le restituyese la ciudad de Zaragoza con todas sus dependencias hasta el oriente del Ebro, no sin otra recomendacion que su franqueza y la nobleza de sus modales, como dicen algunos escritores, sino mediante condiciones contra las cuales protestó solemnemente Doña Petronila en su testamento.

Y Lita contó a su modesto amigo todo lo que había pasado desde la noche anterior: la aparición del hada madrina, su oferta y promesa, cómo había puesto ella manos a la obra... Ahora tienes que decirme terminó, ¿cuántos días faltan para los treinta días? Ramón, que la escuchara pensativo, rió como un loco a esta pregunta, respondiendo: Para los treinta días faltan... ¡treinta días!

Mi tío, dominado por su absurda mujer, nos veía poco. Pobre también, se había casado con ella que tenía una fortuna considerable, y en su casa, como era natural, dominaba el carácter militar de mi tía, duplicado por la influencia de su fortuna. Sin embargo, el buen tío Ramón, con sus debilidades, pero excelente en el fondo, al saber la gravedad extrema de mi padre, vino a vernos.

Al día siguiente comía en casa de mi tía Medea con don Benito y mi tío Ramón. Hacíamos la crónica del baile antes de sentarnos a comer, pero, al ocupar nuestros asientos, la conversación varió de tema. Mi tía había tenido aquel día una furibunda reyerta en su Sociedad Filantrópica a propósito de no qué bazar en que sus colegas se habían permitido prescindir absolutamente de ella.

Cuando se aliviaba de su mal no dejaba nunca de decir a Ramón: Esto no ha sido nada. Cállate y no digas a nadie que he estado enfermo. Bien está, mi amo; contestaba el criado. Así las cosas, en una mañana, que era la del día décimo después de la partida de D. Jaime, el Padre Enrique tuvo un ataque más fuerte que los anteriores.

Don Ramón bajó la cabeza sin contestar. Ambos quedaron silenciosos. Al cabo Clara, alzando la frente, dijo con resolución: Vamos allá. Voy a ponerme otra ropa y a prevenir a la niñera. Lo que pasaba por el corazón de la joven esposa en aquel momento no es fácil definir.

Donde quiera que se encontrase aquel cuerpo larguirucho, aquel gabán raído, aquellos pantalones con rodilleras y tal cual remiendo, no se podía dudar que, con sus pobres trazas, Ramón Limioso era un verdadero señor desde sus principios así decían los aldeanos y no hecho a puñetazos, como otros.

Una tarde del mes de enero entró mi tío Ramón a casa con la noticia de que al día siguiente desembarcaría indefectiblemente el ejército vencedor por el muelle de pasajeros.

Palabra del Dia

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