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Tres dias pasaron reunidos estos dos héroes americanos, sin que un solo momento se les viese al uno sin el otro; pero el resultado de sus conferencias quedó envuelto en la noche del misterio.

Y con esto, todo quedó dicho. Arturo Dimmesdale fijó los ojos en Ester con miradas en que la esperanza y la alegría brillaban, seguramente, si bien mezcladas con cierto miedo y una especie de horror, ante la intrepidez con que ella había expresado lo que él vagamente indicó y no se atrevió á decir.

El salón quedó completamente á obscuras; todos los concurrentes creyeron haber perdido repentinamente la vista; las mamás chillaron de espanto, extendiendo los brazos instintivamente para guardar á sus hijas; los hermosos guerreros echaron mano á sus espadas, aunque sin poder adivinar dónde se ocultaba el enemigo.

Una tarde, el Zapaterín quedó solo en un pueblo de Extremadura. Para mayor asombro del público rústico que aplaudía a los famosos toreros «venidos adrede de Sevilla», los dos muchachos quisieron clavar banderillas a un toro bravucón y viejo.

Malditas... De lo que tengo gana, tío, voy a decírselo en confianza... es de ver a mi novia. Don Melchor quedó asombrado. ¿De veras? Lo que usted oye. Reflexionó un momento el señor de las Cuevas, y al cabo dijo: Bien; si quieres puedes ir al teatro a saludarla... Mientras tanto, yo voy a ver cómo se enmienda Domingo. ¿De qué se ha de enmendar? Es una persona excelente repuso el joven sonriendo.

¿Quién es esa mujer? le preguntó María, cuando volvió a su puesto. Es una hermana de la caridad respondió la niña. María quedó anonadada.

Cuando Muñoz quedó solo, volvió a embargarle el pensamiento de Adriana y vio su imagen proyectarse, radiante, en el salón iluminado; junto a ella dos ojos saltones emergieron, temblorosamente, en una cara afilada, fina... ¡la cara de Castilla!

El teatro donde quedó Cristeta escriturada era de los que dividen por horas las funciones, y en él se representaban cuatro cada noche.

Había oído hablar algo de muebles rotos y peleas con el mayordomo. Una insignificancia. Una humorada de mis amigos los norteamericanos... Pero el conflicto quedó arreglado inmediatamente. Habían salido todos del fumadero atraídos por la luna, una luna enorme que cubría de plata viva el Atlántico y hacía correr por los costados del buque arroyos de leche luminosa.

A pesar de no ser la baronesa persona que con facilidad se desconcertase, esta vez quedó descorazonada al oír semejante exordio, y fue casi balbuceando que respondió a Beatriz: Pero, ¡es posible!... , pude decir algo de lo que me indicas... pero con ciertas reservas... Es cierto, señora, estableció usted ciertas reservas.