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Preguntado Mauricio acerca de este personaje había contado que Bobart iba con mucha frecuencia á casa de la señorita Guichard. Una vez había llevado consigo á su hijo, oficial de húsares y aspirante desahuciado á la mano de Herminia. Pero ni el padre ni el hijo parecían peligrosos. Roussel, sin embargo, ponía á su pupilo en guardia contra ellos.

»Amo a Magdalena, padre mío, y no podría vivir si usted o Dios me separase de ella. »Su adicto y agradecido pupilo »Amaury de Leoville

El padre, algún tiempo antes de morir, había conseguido que le diesen una plaza de organista en una de las iglesias de Madrid, retribuida con catorce reales diarios: no era bastante, como se comprende, para sostener una casa abierta, por modesta que fuese; así que, pasados los primeros quince días, nuestro ciego vendió por algunos cuartos, muy pocos por cierto, el humilde ajuar de su morada, despidió a la criada y se fue de pupilo a una casa de huéspedes pagando ocho reales; los seis restantes le bastaban para atender a las demás necesidades.

Hace ya no pocos lustros, durante mi noviciado como pupilo de casa de huéspedes, entablé pronta amistad con otro pensionista, estudiante de medicina, quien primero suscitó mi curiosidad hacia los misterios hipocráticos y luego me inició en ellos. Con él asistí a un parto, en San Carlos. Hay dos espectáculos que el hombre debe presenciar alguna vez: uno es la salida del sol; otro es un parto.

Desde el día en que Mauricio fué admitido en casa de la señorita Guichard, Fortunato pensó, con mucha delicadeza, que convenía poner en buen lugar ante su pupilo á una mujer con la que iba á estar unido por estrechos lazos. De vez en cuando, cuando se aburría mucho en Montretout, hacía una escapada á París é iba á sorprender á Mauricio, por la mañana, en su estudio.

Efectivamente, unos segundos después, oyéronse los pasos de alguien que subía la escalera, abriose la puerta y apareció Amaury. A pesar de estar advertida, Antoñita no pudo reprimir un grito que pareció despertar al doctor de su letargo y de su postración. ¡Amaury! exclamó Antoñita. ¡Amaury! dijo tranquilamente el doctor, cual si se hubiese separado la víspera de su pupilo.

Vivía á pupilo en casa de los padres de la Charanga, una moza guapetona y descarada que llevaba revuelta á la chavalería de Gallarta, prefiriendo entre todos al hijo de un licenciado de presidio, un rebelde que iba de una á otra cantera despedido siempre por su insolencia, y que, en los bailes del domingo, llamaba la atención por su faja de guapo arrollada desde el pecho hasta las ingles, con un arsenal de armas oculto.

Veía algunos en caracteres extraños, que, según su pupilo, estaban escritos en griego; otros en latín, como los libros de rezo. Los escritos en francés, en alemán o en inglés la turbaban con el misterio de sus páginas incomprensibles. ¿Qué dirían tantos libracos? Seguramente que no eran todos en pro de la religión y las buenas costumbres.

La señorita Guichard, encerrada en su cuarto, había analizado friamente la situación creada por la aparición del hijo adoptivo de Roussel en su vida, y no había podido menos de pensar que esa situación podía ser fecunda en ventajas, siempre que ella supiese aprovecharla en todo lo posible. Lo menos que podía obtener era sembrar la discordia y alterar las relaciones del pupilo y del tutor.

Una carta de Antoñita precedió a Amaury en casa del conde, pues la joven había querido advertir a su anciano amigo de las intenciones del doctor Avrigny, en cuanto al papel de protector que había dado, o más bien dejado tomar a su pupilo, y prevenir de este modo preguntas, dudas o admiraciones que hubieran podido embarazar u ofender a Amaury.