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Al cabo de unos minutos el conde se levantó cautelosamente y tiró de la puertecita, que una mano previsora había ya abierto de antemano. Tornó a llegarla y subió por la estrechísima escalera de caracol. La pequeña tribuna de la casa Quiñones estaba aún más oscura que la iglesia.

No podía contenerse; iba de una ventanilla a la otra, interrogando la casa y los campos y buscando una figura humana. Por fin saltó a tierra, corrió hacia la villa, encontró todas las puertas abiertas y no vio a nadie. Retrocedió y penetró en el jardín del Norte; estaba desierto. Una puertecita y una escalerilla llevaban al jardín del Mediodía. Se lanzó por ella y se aventuró por las avenidas.

Se abrió una puertecita disimulada en el papel de la pared, y apareció doña Sol entre susurros de seda, con un intenso perfume de carne fresca y rubia, en todo el esplendor del verano de su existencia.

Un asno, que arrimaba su hocico a una puertecita vieja, que debía de ser la de la cuadra, rebuznó, y su grito antipático y discordante estremeció el aire dormido y turbó con furia la paz y el silencio del corral. Pedile a Paca algunos informes acerca de este, y me dijo que había en él más de cuarenta salas, y que en algunas de ellas vivían dos o tres familias.

La única entrada era una puertecita inmediata al altar. En este había un gran cuadro pintado al óleo que representaba una de las caídas del Señor con la cruz. Detrás, la Virgen, San Juan y las tres Marías; al lado del Señor, los feroces soldados romanos.

Cerrando, pues, la puerta de la alcoba, la que había a la mitad del pasillo, y la que ponía en comunicación al boudoir con los dos salones de la entrada, quedaba el resto de las habitaciones de Currita aislado por completo y en comunicación directa con la calle: a ella daba salida una puertecita, abierta en la tapia del jardín a espaldas del palacio, detrás de un pequeño invernadero.

Se cercioró bien del número del palco y subió hasta colocarse detrás de la puertecita, y por un movimiento irreflexivo llamó con los nudillos de los dedos sobre ella. El mismo marquesito se levantó para abrir. Su semblante se dilató con una franca y cordial sonrisa. ¡Amigo Aldama, usted por aquí! Pase usted. ¡Cuántos deseos...! Pero la frase expiró en sus labios.

Vuelta a desandar lo andado. Hallaron en el corredor una puertecita estrecha, y por ella entró el criado seguido del clérigo, subiendo por una escalera de caracol más oscura y más sucia aún que el resto de la casa. Cuando iban hacia el medio, el P. Gil oyó en lo alto una tosecilla seca que volvió a apretarle el corazón de temor.

Del lado de allá se veía una puertecita, y a su lado una pila de agua bendita. Gloria preguntó a la hermana lega que nos había introducido si seguía siendo superiora la hermana Saint-Just; y habiendo respondido afirmativamente, le encargó le dijese que una señora deseaba verla.

Esperamos un rato, sentados en sillas al pie de la reja, y al cabo vimos entrar a la superiora por la puertecita del fondo, tomar con los dedos agua bendita y santiguarse. Era una monjita flacucha y pálida, de unos cuarenta años de edad. Gloria se levantó, acercó la cara a la reja y le dijo sonriendo: La gracia del Espíritu Santo sea con vuestra reverencia. ¿No me reconoce?