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Actualizado: 19 de junio de 2025
Y Lacour aceptaba con reflexiva gravedad sus observaciones, mientras volvía los ojos á un lado y á otro con la esperanza de reconocer á su hijo. Mostraban los proyectiles los sirvientes de las piezas: grandes cilindros ojivales extraídos de los almacenes subterráneos. Estos almacenes, llamados «abrigos», eran profundas madrigueras, pozos oblicuos reforzados con sacos de tierra y maderos.
Entonces, una batería Plasencia, de las situadas en los cerros, avanzó hasta emplazarse casi al alcance de los tiros contrarios, y disparó sin descanso contra las trincheras altas. Los primeros proyectiles cayeron bajos: luego, rectificada la puntería, su efecto fue terrible.
Y al pasar nuevos proyectiles, que iban á perderse en los bosques con estallidos de cráter, permaneció al lado de su hijo, sin otro signo de emoción que un leve estremecimiento en las piernas. Le parecía ahora que únicamente los proyectiles franceses, por ser «suyos», daban en el blanco y mataban. Los otros tenían la obligación de pasar por alto, perdiéndose lejos entre un estrépito inútil.
En algunas ocasiones habían llegado hasta los mismos lugares de combate, oyendo el silbido de los proyectiles. El nombre de la mayor aparecía citado en una orden del día. Y siempre el mismo comentario final: «Eran buenas. Algo locas, pero de hermoso corazón.» Transcurrió un año de guerra. Un día circuló la noticia de que Berta había muerto, víctima de su abnegación.
Este llegó a ser tan intenso, que no había respiro entre golpe y golpe. A Benina la tocaron los proyectiles en partes vestidas, donde no podían hacer gran daño; pero Almudena tuvo la desgracia de que un guijarro le cogiese la cabeza en el momento de volverse para increpar al enemigo, y la descalabradura fue tremenda.
Aunque no lo era, necesitaba hacer algo; y se consumía de impaciencia por no poder emplear su actividad en el frente, bajo el silbido de los proyectiles. Al fin dió con el medio de ser útil. Quiso marcharse á París. Cuando todos los que podían escapar se apresuraban á hacerlo, ella iría á instalarse en su antigua casa, desafiando con su presencia el cañón y los aviones enemigos.
Van enredados en unos rosarios, cuyas cuentas son de múltiples colores, y se pasan la vida consultando si las balas del ejército les harán daño, para lo cual suspenden en el aire una punta del rosario, y si el viento empuja éste á la derecha, las balas los respetarán; mas si es al contrario, castigan sus cuerpos para ganar indulgencia, pues los proyectiles pueden alcanzarles.
La sombra se colora con la pincelada roja y fugaz del disparo surgiendo de las ruinas. De las profundidades lóbregas contestan otros fulgores mortales. En el ambiente negro zumban los proyectiles, invisibles insectos de la noche. Al amanecer será el ataque arrollador, irresistible.
Los proyectiles sacaban de sus fosas á los muertos enterrados la víspera. Los que no habían caído siguieron tirando por las aberturas del muro. Luego se levantaron con precipitación.
¿En qué, demonios, te ocupas, sobrina? Tiro mis hombrecillos por la ventana, tío respondíle, aproximándome al alféizar, del que había permanecido retirada para arrojar con mayor fuerza mis proyectiles. ¡Vaya un motivo para romperle a uno la cabeza! Os pido perdón, tío, pero no os había visto. ¿Que te has vuelto loca repentinamente? ¿Por qué rompes así tus chucherías?
Palabra del Dia
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