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Ya no se aproximaban a él para decirle: «Cuando yo era gobernador...» embriagándose a mismos con el esplendor de sus glorias muertas; ya no le preguntaban sobre lo que pensaba don Francisco de esto o de aquello, para sacar locas deducciones de sus respuestas.

Y aún sufría más por mi empeño de que aquí no se conociese tu situación. ¡Un Luna, el hijo del señor Esteban, el antiguo jardinero de la Primada, con el que conversaban los canónigos y hasta los arzobispos... mezclado entre la gentuza infernal que quiere destruir el mundo...! Por esto, cuando Eusebio el Azul y otros chismosillos de la casa me preguntaban si podrías ser el Luna de que hablaban los periódicos, yo decía que mi hermano estaba en América y que me escribías de tarde en tarde, por andar ocupado en grandes negocios. ¡Ya ves qué dolor!

Y había, finalmente, otros que no la sacaban nunca. Estos pobres hombres no la sacaban porque jamás la tuvieron; pero ellos se aprovecharon de la ordenanza divina para fingir que la tenían. Así, cuando les preguntaban en la calle por ella, respondían ingenuos y sonrientes: «¡Ah! La tengo muy bien guardada en casa». Esta sencillez y esta modestia encantaron a las gentes.

En este caso hasta se le soltaba la lengua y se ponía a hablar sobre cualquier asunto. Pero como se reunieran seis u ocho personas, enmudecía, incapaz de tener una opinión sobre nada. Si se veía obligado a expresarse, o porque se querían quedar con él o porque sin malicia le preguntaban algo, ya estaba mi hombre como la grana y tartamudeando.

¿Te acuerdas cómo se burlaba de tu pobre padre? «Este chiquillo decía en la sacristía es un Sixto V.» «¿Qué quieres ser?», me preguntaban. Y yo respondía siempre lo mismo: «Arzobispo de Toledo.» ¡Y poco que se burlaba el buen sacristán de la seguridad con que hablaba yo de mis pretensiones! Cuando me consagraron obispo, cree, Tomasa, que me acordé mucho de él, sintiendo que hubiese muerto.

Durante este tiempo, el maestro Durand había hecho conducir los heridos a bordo de la corbeta inglesa. Pero, ¿por qué no nos dejan a bordo del brick? preguntaban con insistencia al buen doctor. Hijos míos, yo no nada; tal vez porque aquí son mejores los aires, y en las heridas graves hay que cambiar de aires, ya se sabe.

Estas calumnias le servían de desahogo y si le preguntaban el motivo de su inquina, contestaba: «Señores, yo me debo a la causa que defiendo, y veo con tristeza, con grande, con profunda tristeza que esa señora, la Marquesa, doña Rufina, en una palabra, desacredita el partido conservador-dinástico de Vetusta». Después de saborear el tributo de admiración del público, Ana miró a la bolsa de Mesía.

Y probósele cuanto digo y aun más, porque a con amenazas me preguntaban, y como niño respondía, y descubría cuanto sabía con miedo, hasta ciertas herraduras que pormandado de mi madre a un herrero vendí.

Anita se avino hasta a abrir el piano después de varios meses que permanecía cerrado, y cantar una romanza. Pero contra lo que debía esperarse y formando extraño contraste con los demás, tío Manolo empezó a ponerse, poco después de haber llegado, serio y taciturno; apenas contestaba a lo que le preguntaban, cual si se hallase bajo el peso de alguna triste preocupación.

Ella era la única que poseía el secreto de mis tristezas; sólo ella sabía darme aliento y ánimo. Frecuentemente me encerraba yo en mi recámara para dar rienda suelta a mis cavilaciones y melancolías. Allí pasaba yo horas y horas. ¿Estás enfermo? me preguntaban las tías. Di que tienes.... «¡Vaya si soy desgraciado! pensaba yo, tendido en el lecho.