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Actualizado: 11 de mayo de 2025
¿Y como cuántos cayeron? preguntaba el maestro al final del relato. Cuestión de ciento veinte ó ciento treinta. No recuerdo bien. El matrimonio se miraba sonriendo. Desde la última conversación había aumentado veinte franceses. Según pasaban los años se agrandaban sus hazañas y el número de víctimas. Los quejidos del rebaño llamaban finalmente la atención del maestro.
No manifestó siquiera mayor emoción o inquietud que antes: tan sólo se la quitaba cuando iba a hacer uso de ella en el juego. ¿Qué será esto? se preguntaba Miguel todo confuso. ¿Tendrá esta chica ya tanta malicia? ¿Será pura inocencia?
Cuando el señor Aubry de Chanzelles recordaba esta época de su vida, en la que, débil y abandonado, no entreveía ninguna esperanza de salvación, sentía aún una viva emoción y se preguntaba cómo había tenido fuerzas para resistir aquellas noches de fiebre y los malos tratamientos.
Además, nada le costaba a aquella buena señora de Madrid librarle la vida; era asunto de echar una firmica. Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber le visitaban, abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle: ¿Qué les parece? ¿echará la firmica?
Ferpierre volvía a sentirse atormentado por la duda: había momentos en que se preguntaba si no era su deber ponerlos en libertad; pero después, una sospecha que no había podido explicarse con claridad, algo de ambiguo en la conducta de los acusados, y más que en su conducta en sus expresiones, le aconsejaba esperar y seguir buscando.
¡Ah, maldita! ¿Conque no te gusta?... ¿Y esto, di, te gusta?... ¿eh, te gusta?... ¿eh, te gusta?... ¡Toma, toma, recondenada, maldita sea tu estampa! No se sabe cómo la hubiera dejado a no mediar D. Jaime y no subir Ángela de la cocina. Entre ambos le apartaron. Desde lejos, sujeto por los brazos, le preguntaba con rabiosa sorna: ¿Conque no quieres, eh?
Doña Lupe, que la tenía al lado, estaba al quite para auxiliarla si fuera menester, y en los más de los casos respondía por ella, si algo se le preguntaba, o le soplaba con disimulo lo que debía de decir. A un tiempo notaron Fortunata y doña Lupe que Maximiliano no se sentía bien.
No embargante esto, la justicia buscole. Pero no le halló, ni su capitán, don Lope de Figueroa, pudo decir otra cosa sino que el soldado por quien se le preguntaba hacía tres días que por la compañía no parecía; de modo, que se temía, o que le hubiese acontecido alguna desgracia, o que hubiese abandonado su bandera, cosa que al noble don Lope de Figueroa se le hacía muy recio creer; que conocía bien a Cervantes, y le estimaba, y por honrado le tenía.
Las más de las veces era el doctor el único que hablaba, seguido en el curso de sus palabras por los ojos admirativos y graves del Nacional. ¡Lo que sabía aquel hombre!... El banderillero, a impulsos de la fe, retiraba a don Joselito, al maestro, una parte de su confianza, y preguntaba al doctor cuándo sería la revolución. ¿Y a ti qué te importa?
Algunos minutos después llegaba el inspector general a la verja de hierro, llamaba en ella y preguntaba por la señora Liénard, atravesando luego los caminillos, guiado por la jardinera que le dejó a la entrada de la casa donde esperaba una elegante camarera, la cual le introdujo en un salón de la planta baja. ¡Ah! señor, ¡cuánto le agradezco que haya cumplido su promesa!
Palabra del Dia
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